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llff AGAPITO DE SOBRADILLO de vuestras aptitudes físicas, de vuestros sentidos y de vuestra mis– ma habilidad manual. Sentís la viva necesidad de todo esto antes y después de la intervención operatoria. l. Antes de la intervención.-¿Es grave la responsabilidad de la determinación que hay que tomar? ¿Se han aplicado ya todos los recursos de la medicina mientras que en sí mismos podrían parecer eficaces? ¿Es necesaria la operación? ¿Qué peligros pre– senta? Pero, por otra parte, ¿a qué desgracia expone si se omite? Y todavía, ¿es éste el momento oportuno o conviene diferirla, o, por el contrario, hay que apresurarse y actuar rápidamente? ¿Con– viene correr los riesgos de la urgencia o los de la espera? ¿Qué ac– titud convendrá tomar al acudir a la consulta con los médicos de cabecera? Cada uno, efectivamente, tiene algo que decir; los pa– receres pueden ser discordantes, sobre todo si se trata de un pro– blema complejo, y entonces cada uno, aun sosteniendo su propia opinión, puede darse cuenta ele la parte de razón que hay en las opiniones de los demás. Pero cuando todo está bien considerad@, in– cluso el carácter moral de la intervención, el cirujano no puede vacilar más; pero, aun después de haber formado con conciencia y como se debe a su juicio, todavía le queda una labor muy delica– da que llevar a cabo. Sin duda ninguna, su deber es hacer com– prender la utilidad y la necesidad de la operación, igualmente que indicar las incertidumbres que quedan muchas veces. ¿Pero hasta qué punto debe sencillamente sugerir o aconsejar a insistir con el enfermo o con la familia? ¿Cómo iluminarles lealmente, aun usan– do las debidas consideraciones y respetando su libertad? Se presentan otros casos, que no querríamos llamar más dudo– sos, porque aquí el deber está bien claro, sino más dolorosos, a causa de las trágicas consecuencias que a veces se derivan de la observancia de aquel deber. Son los casos en que la ley moral im– pone el veto. Si solamente se tratara de vosotros, no os sería di– ficil cerrar los oídos a las sugestiones de una piedad mal enten– dida y conceder su puesto a la razón frente a la sensibilidad; pero cuántas veces os convendrá reaccionar no solamente contra las pretensiones de un interés bajo y torpe y de una inexplicable pa– sión, sino también contra las comprensibles angustias del amor con– yugal y paternal. Y, sin embargo, el principio es inviolable. Dios solamente es señor de la vida y de la integridad del hombre, de sus miembros, de sus órganos, de sus potencias, especialmente de aquellas que le asocian a la obra creadora. Ni los padres, ni el cónyuge, ni el interesado mismo pueden disponer de esto libremen– te. Si es responsable mutilar a un hombre, aunque él lo pida in– sistentemente, para sustraerle al deber de combatir en defensa de su patria, o de matar a un inocente para salvar a otro, no es menos ilícito aunque sea para salvar a la madre, ocasionar directamente la

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