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30 Mis treinta y cinco años de Misión en la Alta Etiopía sino que el Cairo es una ciudad totalmente europea . Además de los Pc1 - dres de Tierra Santa, que tenían allí tres capellanías, el convento grande y otra pequeña residencia, se hallaban también !os PP. Jesuitas, quienes estaban a la sazón fabricando su residenci a; los Hermanos de las Escue– las Cristianas; las Damas del Buen Pastor, de Angers; las Clarisas; las Hermanas de San Jm,é; las de la Aparición, y las damas de Franci a. Re– sidían allí también cuatro obispos católicos de distintos r itos, cinco here– jes y dos patriarcas. 7. Exiguas esperanzas de conoersión. -En el Cairo, al igual que en otro lugar cualquiera, no hay que esperar conversiones de musulma– nes. El Korán los ha embrutecido en la mente, en el corazón y en el cuer– po. Los misioneros, con todo, pudieran hacer harto con los herejes si la diversidad de ritos no embarazase su acción . Muy doloroso es decirlo, pero es lo cierto que el clero católico de Oriente (salvo raras excepcio– nes) es débil y perezoso; trabaja poco en su ministerio y mira de mal ojo al clero latino, porque le ve siempre ocupado y dedicado a su propio de– ber y a la santificación de sus prójimos. El misionero latino no puede siquiera gozar del fruto de sus apostólicos trabc1jos ni continuar la ins– trucción de los neoconversos, sino que ha de dejarlo al clero de aquel rito a que el conve rtido pertenece; así que cuando un sacerdote latino con– vierte a un hereje, no puede ni aun administrarle los Sacramentos, sino que, después de haberse fatigado buscando y volviendo al aprisco a aquella oveja p~rdida, debe entregarla al sacerdote oriental según el rito a que pertenezca. Llega esto a tal extremo, que ni aún a los criados que los misioneros tienen en casa pueden administrarles los Sacramentos, y en caso de muerte toca al sc1cerdote del r ito del difunto ir a levantar el cadáver y conducirlo a la sepultura. Todo lo cua l es grande obstáculo al ministerio del misionero latino, y le desanima en sus trabaj os. 8. Opinión de> dos obispos orientales.-Durante mi permanencia en esta población (el Cairo) trabé amistad con dos celosos ob ispos cató– licos: uno de ellos era Mons. Aburnrim, anciano venerable, Obispo de los coptos unidos, cuyd memoria es todavía objeto de con:,uelo y alaban– za a pesar de haber transcurrido ya veinticinco años desde su muerte; el otro era Mons. Basilios, obispo griego, también muy piadoso y lleno de apostólico celo. Ambos a dos habían sido alumnos del Colegio de la Pro– paganda y hablaban bien el italiano. Yo, novicio en el ministerio de las misiones y por otra parte lleno de celo juvenil, ansiaba estarme siempre a su lado, interrogándoles y suscitándoles cuestiones sobre el asunto. Ci erto día, hablando acerca del clero de Oriente, Monseñor -me dijo– V. l. no conoce el Oriente. También nosotros, salidos de la Propaganda, vinimos llenos de ferviente voluntad y apostólico celo; pero, crémne V. S. , con el sacerdote orienta l nada se puede llevar a cabo, pues él, dicha su Misa, ya lo hizo todo, y no hay que hablarle de predicar ni de instruir, ni de estudiar. Nosotros predicamos y nos desvelamos, y el pueblo se ve que estú dispuesto a segHirnos, pero los sacerdotes no nos secundé1n. Antes al contrario, si alguno comienza a mostrar un poco de celo, pronto le asal ta la crítica de los demás, y al fin concluye ésta por vencerlo y abatirlo. 9. Llegada del P. Fe!icisimo con noticias del nueoo Papa.-

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