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- 20- incrédulos on ol mismo terreno por donde atacalian. A la fe no sólo se la de– fiende con argumentos. En ocasiones, mejor con obras. Así lo creyó Ozanam. Las Conferenci':ts de Historia se transformaron en Conferencias de Caridad. La limosna d0l pan salrn a la C'±lle a testimor:liar la verdad de la fe de los cristianos. En segundo lugar, la limosna promueve y pr(Jpaga la fe. Mucho se ha es– crito sobre las causas que motivaron la r2.])idisima expansión del Cristianis– mo en sus primeros siglos. Inexplicabie :cin 1_:special int:?rvención de Dios. Est'cl. intervención sobrenatural hacía sentir sobre todo en aquel milagro perenne de caridad que los cristianos practicaban. Jesús la inoculó en la Igle– sia n('lciente. Al extenderse esta por el mu1ido, :a caridad üra su signo, tanto que obligaba a lo:s paganos a exclamar: "iWinHl cómo se aman". Este signo de la caridad fué el gran apóstol del Cristianismo en los tiempos heroicos de la sangre y de la persecución. Recordemos un episodio entre mil. Lo tomamos de las Actas de los Már– tires. Era en los días de San Cipriano, Obispo de Cartago, hacia el 252. La ciudad fué castigada por una de aquellas terribles pestPs de la antigüedad que llevaban por doquier la desolación. Sobr~• la distinta conducta de cris– tianos y .paganos he aquí lo que nos re:fie,ren las A.etas: "Mientras que los pa– ganos, divididos entre el temor y la avaricia, no pensaban más que en huir de los apestados y en liquidar las sucesiones atropelladamente, Cipriano c;e instaló en el centro de su rebaño, compartió sus peligros, mantuvo la con– fianza con sus exhortaciones e incitó al sacrificio. Todos se sintieron ani– mados a seguirle y a sacrificarse con él. Los que no podían dar dinero ha– cían más, dándose a sí mismo:s ¡1ara cuidar a los enfermos". Así se amaban los fieles de la era de las persecuciones. Por ella, y a pe– sar de aquéllas, crecían y multiplicaban. El escritor eclesiástico Tertu– liano escribíl.l por aquella época que la sangre de cristianos era semilla de nueva mies. Inútilmente hubiera corrido la sangre, si aquella sangre no hubiera sido una sangre de caridad y de amor. Y ahora reflexionemos, lector. ¿No está mis necesital1o el mundo mo– derno, vuelto a la paganía, de un ejercicio incesante de caridades? Advier-– te que eJ diluvio de desgracias que noo amenaza y cuyas víctimas en parte ya hemos sido, sólo puede Eer prevenido por una lluvia benéfica de obiras (le misericordia. En tercer lugar, la limosna caritativa aviva nuestra propia fe. Mira lo que dice el apóstol Santiago: "Si el hn·mano o la hermana están desnu– dos y ca,recen de alimento cotidiano, y alguno de vosotros le dijere: "Id en paz; que podais calentaros y hartaros", pero no les diéreis con quó satis– facer la n2cesidad de su cuerpo, ,,qué provecho les vendría? Así también la fé·, si no tiene obras, es de suyo muerta" ( Joc. 2, 15-16). Pensadas con seriedad estas pal,3.bras del apóstol, ¿no son para qwtar el sueño a más de uno de nuestros cristianos? Al menos debieran motivar

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