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776 L!\ UIVINA PASTOIU Y EL B f•::>. Dl!:;GO J. [)ló C. pa, siempre con sus dos banderas izadas, como baluartes inexpugnables de su misión apostólica. 5'u devoción a la Patrona de las misiooes tocó a la cumbre, escribien– do páginas apoteósicas con su fervor y apostolado. Aunque no se diga expresamente, hay que considerarlo en todo su ministerio bajo el patroci– nio de la Divina Pastora y unido a su estandarte , sin los que su vida re– sultaría incoherente y sustancialmente mulilada. No debe dudarse que este fervor fué hijo de sus virtudes, acrecentado con el ejemplo de sus herma– nos de las demás provincias y una herencia de la suya propia, en la que no faltaron apóstoles de la devoción, como los padr.es Miguel y Angel de Pamplona, que siguieron las huellas del padre Burgos en la Mesopo– tamia (1). Tocó al padre Esteban la suerte de evangelizar la región de:1Apure, descubierta, explorada y convertida por los capuchinos andaluces y vuelta a la barbarie desde que le faltó el pan espiritual de los misioneros ahuyen– tados (1820) por la revolución. Del lastimooo estado en que se hallaba, de sus usos, costumbres y topografía escr 'bió el venerable una larga rela– ción, ·interesante para los estudios etnográficos y misionales. En su expedición apostólica llegó primeramente a 5an Fer, ando de Apure, pueblo civilizado, pero corrompido y apartado de Dios. Ocurriendo la Semana Santa, se detuvo y la predicó. Con voz de trueno y palabra incandescente le exponía la necesidad de hacer penitencia y confesar sus pecados. Todo inútil; el pueblo le oía cor: placer, pero continuaba rn su indiferencia y pecados. Indignado por tal impenitencia, en el día de Viernes Santo, en un arranque profético, como los de fray Diego de Cádiz, exclamó: «Si no os rendís ante la misericordia de Dios os reradiréis ante su justicia. ¡Oidme: Dios ha de descargar su cólera sobre este ingrato pueblo>. El castigo no se hizo esperar, pues el río Apure rompió sus márgenes desbordándose, hundiendo la ciudad y ahogando gran número de sus habitantes. · El trágico acontecimiento y el fruto qu~ le siguió demuestran singular– mente que el venerable, desde su juventud, era un perfecto misionero, el apóstol enviado por Dios para salvar a su siglo (2). Desde San Fernando pasó a las regiones inhóspitas de los indios sal– vajes, aquellos que miraban a los blancos como a sus mayores enemigos, a los que as_aetaban para que no penetrasen en sus territorios, como lo hicieron con el padre Bartolomé de San Miguel. Estos ind ios componían las tribus que denominaban de «San Antonio de Guachara (vulgo El Da~ lote), de Corocoro, Barandul, Magdalena y Trinidad de Arichuna, hasta los Chiricoas, llamados Bravos> (3), y tu,;o el venerable tanta caridad y tino para atraérselos, que en breve tiem¡;:o formó muchas doctrinas, po– blados e iglesias en bohíos, donde comrnzaron a conocer a Dios. se bautizaban, se iban civilizando y mirabar al misionero como a su propio padre. Toda esta labor, ímproba, pesaba sobre él solo y su compañero el padre Julián de Hernani, y sobre lo arduo ~ penoso que de por sí debe su- 1. Véase P. Ciáurriz, CAPUCHINOS ILUSTRES, c., pp. 342 y s., y 400. - 2. P. Estella, o. c., pp. 79-81. - 3. Bando del P. Esteban, ib., p. 92.
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