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LA HERMANDAD DE CANTJLLANA 27 esplendor, y las manifestaciones de su fe y. cultos nunca amenguaron, sinó que acrecen de una generación a otra, •señalándose, dice Sevilla Maria– na, desde su instalación hasta nuestros días, por su fervor y entusiasmo religioso hacia la Divina Pastora entre todas lás demás de que hay noti– cias» (1) En verdad es así y podemos dar testimonio de ello, porque, invitados en el 1927 para oficiar la función principal, fuimos testigos de las suntuosas fiestas caldeadas de piedad, amor y generosidad. El típico Rosario de la víspera es algo inenarrable; en la función de la fiesta de la Pastora ha de predicar uno de los mejores oradores de España , y la procesión de la no– che con la imagen, entre arcos de flores y luces y el clamoreo del fervor del pueblo, es algo tan emotivo y fantástico, que se recuerda como un sue– ño o visión. En momentos muy aciagos para nuestra provincia, el padre Isidoro fué nombrado guardián del convento de Sevilla, en abril de 1726, renunciando insistentemente la prelacía ante los superiores de la Orden y ante el arzo– bispo, delegado especial de la Santa Sede para presidir el capítulo, sin lo– grar ser oído; porque todos esperaban de su virtud y talento los mayores beneficios. Mas él sentíase fuera de su centro y órbita, desviado de· su mi– sión y trayectoria; y, a pesar de que recogía óptimos frutos de su actuación, no cesaba de pedir que le exonerasen del carg·o, para el que se creí.a indig– no y sin capacidad, y no menos porque se veía obligado a sacrificarle sus esfuerzos y desvelos , con menoscabo de la otra empresa, a la que se. sen– tía totalmente ligado por llamamiento divino. En .vano clamó y lloró, inter– poniendo influencias para con los superiores y el arzobispo, que satisfe– chísimos de su celo y prudencia, le aquietaban a ·permanecer en el g·uar– dianato por ser voluntad de Dios. Entonces, viéndose desoído de los hombres, acudió•a la Divina Pasto– ra, para que ella se encargara de manifestar su beneplácito y poner reme– dio a sus ansiedades. Y he aquí que poco después se le inicia cierta cegue– ra, que va entenebreciendo sus ojos, hasta que le privó totalmente de la vista. Hr.1ce entonces nuevas instancias, representando su enfermedad, que le imposibilitaba a prestar los ineludibles servicios de prelado. Las voces cayeron en el vacío, porque con la esperanza de que el mal sería pasajero , le obligaron a permanecer en la prelacía. A la noche de la ceg·uera siguió, lógicamente, la tempestad psicologica de turbaciones y escrúpulos que, como alud desembocado, caían sobré su alma, triste y abatida. Creyó que todo lo que le acontecía era un castigo por sus tibiezas e infidelidades, que ya no podría cumplir los deberes · de superior ni ofrecer sus servicios a la Divina Pastora , la que seguramente le habría reprobado, escogiendo a otro capellán más fiel y laborioso. Y con esto lloraba sin consuelo. (2) Al fin , convencido el definitorio provincial de que aquella enfermedad se acentuaba con el tiempo y parecía incurable, para tranquilizar · 1as .in– quietudes del enfermo, le aceptó la dimisión del cargo; pero, caso singular, sin nombrarle sucesor. Así transcurrieron cinco meses, y a pesar de haber sido operado con poca fortuna. la enfermedad persistía, . y el dictamen de l. - T. 3. 0 , p. 134. - 2. - VrLLEGAS. - 2- L. 1. 0 de decretos de la provincia cap. Bética, f. 143.

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