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tarse más fácilmente al estraperlo. Para evitarlo ordenó que se moliera y se elaborara el pan en los castillos repartidos por el estado y recibieran los necesitados la cantidad de pan que razonablemente podían necesitar. Suele decirse que las desgracias nunca vienen solas. Esto al menos ocurrió también a las gentes del principado de Turingia. Habían llegado al final del túnel del hambre, las cosechas prometían ser más abundantes, el viento ondulaba las mieses que empezaban a dorarse como la mejor promesa de un pan blanco y abundante, angustiosa– mente esperado. Cuando tenían ya al alcance de la mano -así pensaban- tiem– pos y días felices, cayó sobre aquellas gentes que no habían termi– nado de salir del infierno del hambre, otro azote más estremecedor: el de la peste. Acaso como consecuencia de tantos organismos to– talmente faltos de defensas y de muchos alimentos ingeridos en malas condiciones. Los cuerpos se cubrían de negras ronchas, otros padecían abun– dantes hemorragias intestinales, y a todos consumían fiebres altísi– mas. Además había una gran desventaja con el pasado azote del hambre. Los que atendían a los apestados eran víctimas fáciles del contagio. Por todo ello las plazas y los caminos volvieron a cubrirse de cadáveres. El comportamiento de Isabel fue aún más heroico luchando con– tra la peste. Ante el número abrumador de enfermos que pedían desgarradoramente ayuda, la santa se sintió desbordada. Decidió entonces erigir hospitales, uno bajo la advocación de santa Ana solamente para mujeres, otro bajo la protección de san Jorge , para toda clase de enfermos. Las jornadas eran agotadoras, pero llenaban el alma de Isabel de espiritual satisfacción por sentirse toda, dada a sus pobres. Muy de mañana ::,ajaba la cuesta del castillo camino de los hos– pitales; recorría las camas, tenía palabras cariñosas para los enfer– mos , se interesaba por el estado de salud de todos, especialmente los 87

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