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a la pequeña princesita se la encogiera el alma de tristeza y llorase amargamente la muerte de su madre por la que sintió siempre un cariño entrañable. Antes de cumplirse el año de la muerte de su madre , un nuevo y triste acontecimiento volvió a golpear dolorosamente el corazón de nuestra santa. En 1216 moría el que fuera para ella padre y protector valiosísimo, el duque Herman. En la guerra que sostenía contra el arzobispo de Maguncia , éste le excomulgó . Para un hombre profundamente religioso como el duque , la excomunión equivalía a la maldición de Dios; era como estar condenado al infierno ya en vida. Fue perdiendo vitalidad , el trato alegre y acogedor , sintió el alma atenazada por la depresión y la tristeza le llevó a la tumba . Días antes de morir iba Isabel con el duque en el caballo y la preguntó: «¿Llorarás por mí, Isabel, cuando muera?». La niña clavó su mirada llena de cariño en su padre adoptivo y le contestó: «Tu no debes morir nunca» El duque la miró con ojos muy tristes. Algunos días más tarde Herman fallecía víctima de una excomunión injusta y arbitraria. Su hijo Luis, cuando asuma las rien– das del poder, demostrará al arzobispo y de manera contundente , que no se puede utilizar las facultades eclesiásticas de manera sacrí– lega para satisfacer ambiciones de poder. La muerte del duque tuvo para Isabel los efectos de un mazazo. La hundió en la más amarga de las tristezas. Falta de cariño por la ausencia de sus padres había encontrado en Herman la persona que la supo comprender y querer. Llegaron a una compenetración per– sonal realmente envidiable. Para la princesita las horas que pasaba con el duque eran las horas más sabrosas. Por ello su muerte la hundió en la más espantosa de las soledades. Se sintió desarraigada y en completa vulnerabilidad. Mientras vivió nadie se arriesgó a molestar a Isabel. Todos eran testigos del cariño que el señor del castillo sentía por la princesita húngara. Todos la trataban bien por respeto al duque y acaso también , por las consecuencias nada agra– dables que podrían sobrevenirle a quien osara mezclarla en los coti– lleos de la corte. 38
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