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Isabel en elegante y lujosa carroza, rodeada de numerosa comitiva a la que se habían unido numerosos habitantes de la ciudad, subía el zigzagueante camino que conduce a la fortaleza. Ya en la cima, las gruesas y pesadas puertas del castillo chirriaron sobre sus goznes y se abrieron solemne y pausadamente para que entrara su nueva inquilina. Isabel debió contemplar entre curiosa y asustada al descender de la carroza, la cantidad de gente que la esperaba en el patio de la fortaleza. El duque volvió a darle la bienvenida, ahora más protoco– laria, presentó a Luis, su primogénito y heredero , que entonces apenas tenía nueve años y luego desfiló ante Isabel lo más represen– tativo de la corte. La mayor parte de las damas y caballeros se contentarían con satisfacer su curiosidad. A otros les llamaría la atención el contraste de aquella niña, de talle menudo , ojos grandes, negros y vivarachos con su tez morena y su abundante cabellera cayéndole en negra cascada sobre la espalda, y la mayoría de los empleados del castillo , altos, fuertes, rubios y de ojos azules. Distinta de todas las demás sería, con toda seguridad, la actitud de Luis, su prometido. No la quitaría el ojo a Isabel en todo el acto, observaría con sumo interés cada uno de los movimientos de la niña, a veces se encontrarían sus miradas y los ojos negros y hermosos de Isabel provocarían en el alma de Luis desasosiego y serena emoción . Los nueve años de Luis eran pocos para abarcar toda la intimidad embriagante y gozosa que el Señor les reservaba para su etapa de matrimonio , pero sí eran años suficientes para soñar despierto y pensar en los ratos bonitos que viviría al lado de una princesita de encantos tan angelicales. 27

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