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C APÍTULO XXXVII DECLARAMOS Y DEFINIMOS QUE ISABEL, DUQUESA DE TURINGIA, ES SANTA Después de un tiempo en dique seco y casi, de manera inespe– rada , se reanudaron las gestiones para ver a nuestra santa en los altares. Tomó el testigo, Conrado , tocayo del anterior y hermano de Luis, el esposo fallecido de Isabel. El nuevo promotor de la causa de canonización fue una persona extraña pero decisiva, como veremos, en todas las empresas para resaltar la persona y la gloria de su cuñada. Convivió con ella en el castillo de Wartburg , pero formó parte siempre de la camarilla de los no simpatizantes con la princesita húngara; le molestaba su intensa piedad , el estilo austero de su vida y su atención a los menesterosos. En la primera época de su juventud era fiel reproducción del caballero de la Edad Media, libertino, caprichoso y brutal. Actuaba siempre como si tuviera patente de corso para cometer con total impunidad los atropellos que le vinieren en gana. Narramos su última fechoría para demostrar cómo las gastaba cuando iba de bravucón. Sigfrido, arzobispo de Maguncia, impuso con toda justicia y de– recho una sanción canónica al prior del monasterio de Reynharts– brunn que gozaba de favor especial en la casa ducal de Turingia. 207
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