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C APÍTULO XXXV HORAS DE VIERNES SANTO Tristes , hundidas en el desamparo y negra soledad , las compañe– ras e hijas espirituales de Isabel , amortajaron con profunda venera– ción el santo cuerpo de la madre y maestra. Respetaron su voluntad de estar vestida en ese último capítulo de su vida mortal, con el pobre y remendado hábito que llevó puesto desde su total consagra– ción al Señor. Se organizó luego el fúnebre cortejo ; a hombros de cuatro reli– giosos franciscanos del convento de Marburg, en medio de rezos , canciones religiosas y abundantes lágrimas, sus restos mortales fue– ron trasladados a la capilla del hospital de san Francisco, el lugar que hasta entonces había sido como el cuartel general de la lucha contra el hambre, la enfermedad, la marginación. También el lugar de sus largas y embriagadoras noches de oración . La contemplación de aquel cuerpo , bendito , relicario de una de las almas más bellas salidas de las manos de Dios, producía en todos una conmoción humana y religiosa imborrable . Su rostro conservaba casi la misma expresión que admiraron sus íntimos en el momento de la agonía; una tez fresca y juvenil propia de sus veinticuatro años , misteriosamente habían desaparecido las huellas del cansancio , de las penitencias y hasta de los estragos de la enfermedad. Toda ella tenía una envidiable expresión plácida , 199

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