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marias hermanas y se dirigía a ellas con otras expresiones más ca– riñosas ; «amigas mías» «queridas de mi alma». Les pidió que continua– ran la obra de atención a los pobres y enfermos, que se mantuvieran fieles al estilo de vida evangélico de pobreza y vivieran siempre muy unidas entre si . Como petición especial les rogó que enterraran su cuerpo en la iglesia del hospital de san Francisco. Isentrudis, la conocemos ya como una de sus íntimas y más espontánea, se atrevió a pedirle un objeto personal que la sirviera de recuerdo. Isabel la entregó el manto recibido de san Francisco y que ella había conservado con excepcional cariño. «No te preocupes porque esté viejo y remendado. Para mí, ha sido siempre la joya que más he valorado. Cada vez que hacía oración cubierta con él siempre me escuchó el Señor». En la víspera de su muerte la recordó el Maestro Conrado que debía dictar sus últimas voluntades: «Padre mío -respondió Isabel- hace tiempo que todo lo que figura de mi per– tenencia, en realidad, es de los pobres, repartídselo ya que es suyo. Sólo me reservo el pobre hábito con que me cubro, quiero morir con él». Ese mismo día se confesó por última vez, recibió la eucaristía y la santa unción. Sobre su última confesión comenta el P. Apolinar: «Tomó su corazón en las manos y en él leyó cuanto podía leer; nada más encontró de qué acusarse, nada que mil veces no estuviera ya lavado con las aguas de contrición sincerísima». La recepción del cuerpo del Señor en forma de viático fue tam– bién una escena imborrable para los presentes. El Maestro Conrado -habla de ello en su carta al Papa- las compañeras, religiosos franciscanos , todos quedaron profundamente impresionados por la actitud de la santa en aquellos momentos. Nada más entrar el San– tísimo en la habitación , su rostro recuperó una viveza y hermosura indescriptibles, los ojos de un brillo extraordinario , reflejaban el gozo y el hambre de Jesús y estuvieron fijos en la sagrada forma , hasta que con gesto angelical la recibió en su alma. Luego cayó en un 194

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