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rueca y encarnando la estampa mejor lograda de una simple lugare– ña. El mensajero húngaro fue incapaz de disimular su desagradable impacto y exclamó: «¡Cuándo se ha visto a una hija de reyes hún– garos hilando lana! «. Isabel se limitó a responderle con una dulce mirada y leve sonrisa de recibimiento! Cuando Pamias se identificó , la santa le ofreció un sencillo asien– to como el suyo. Aquel la expuso brevemente el motivo de su visita, los deseos de su padre de que regresara a Hungría donde sería tratada con las atenciones y honores que se merece una princesa húngara. Isabel se limitó a declinar las ofertas con un leve movimiento de cabeza. Pamias se atrevió a insistir. «¿Podéis decirme quien os ha reducido a la situación lastimosa en que vivís?» La pregunta hirió las fibras más sensibles del corazón religioso de Isabel y contestó serena pero con firmeza: «El Hijo infinitamente rico del Padre celestial, cuyo ejemplo me enseñó a des– preciar las riquezas humanas y a amar la pobreza, más valiosa que todos los reinos del mundo». A continuación relató al enviado de su padre, en tono más confidencial, lo que había sido su vida en la corte de Turingia, la época gozosa de su matrimo– nio y los días negros de los sufrimientos y atropellos. Terminó su relato con esta frase propia de un alma santa: «Hoy de nadie guardo resentimiento o queja, soy perfectamente feliz» Podemos imaginarnos a Isabel pronunciando las últimas palabras con las mejillas encendidas y los ojos brillantes y arrobados de felicidad , fijos en su presente y en su futuro. Al enviado especial del rey Andrés, no le bastaron las palabras de Isabel para despejar sus dudas. No tenía claro , si la mujer que tenía delante era un ser extraordinario o una pobre desequilibrada, como la veía Enrique, su cuñado. Parece que se inclinaba por lo segundo y volvió a la carga: «Venid, noble princesa, -la dijo- venid a la casa de vuestro padre, no le hagáis la injuria de llevar esta vida de miseria, im– propia de vuestro elevado nacimiento» . 168

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