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Este no se anduvo por las ramas , ni se mordió la lengua a la hora de enjuiciar el comportamiento y la persona de Isabel: «Mi hermana -les dijo- está loca rematada, como es público y notorio y vosotros tendréis ocasión de comprobarlo.> Contó luego a los enviados húngaros que la reclusión en Marburg era completamente voluntaria, que él la había facilitado los medios para que viviera conforme a su rango , pero ella prefirió compartir la vida y trato de los enfermos y mendigos. La audiencia con Enrique se prolongó hasta últimas horas de la tarde y los húngaros llegaron a Marburg entrada ya la noche . A la mañana siguiente Pamias preguntó al hospedero, si había oído hablar de una tal Isabel, princesa húngara, que se había casado con el landgrave de Turingia muerto en una cruzada. El hospedero no necesitaba tantos detalles para identificarla: «Sé de quien me habláis. Es una señora muy religiosa y muy rica; esta ciudad y cantón le pertenece con pleno y absoluto señorío. Aunque es dueña de tantas riquezas, vive voluntariamente en una pobreza tan grande, que tiene admirada a toda la ciudad. Se hospeda en una casa humilde, junto al hospital de san Francisco que ella misma hizo levantar. Se dedica exclusivamente a curar enfermos de la ciudad y sus contornos y a remediar el hambre y las necesidades de los pobres. Los habitantes de Marburg, nos sentimos orgullosos porque la duquesa viuda se haya establecido aquí, en nuestra ciudad. Todos quieren encontrarse con ella y quedan profundamente impresio– nados. Su trato es de una delicadeza y sencillez impresionantes y su ejemplo hace que muchos señores y pobres cambien de vida». Este relato debió dejar a Pamias perplejo y hecho un lío. ¿Tenía razón Enrique , o debía hacer caso al hospedero? Después de cambiar impresiones con su séquito optó por abordar directamente a la prin– cesa. La sorpresa, cuando penetraron en la humilde casita, fue mayús– cula. Encontraron a Isabel sentada en una silla de tabla , dándole a la 166