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dos. Los chismosos de siempre no depondrían su animosidad contra ella; por otra parte, había cogido gusto a la tranquilidad y ambiente recogido de Pottenstein. Comprendía sin embargo que era inevitable su incorporación al castillo . Como había sucedido en otras ocasiones, no podía anteponer las preferencias personales a los derechos y porvenir de sus hijos, sobre todo, del primogénito Herman. En el acto de reconciliación hubo la mejor voluntad por ambas partes de cerrar un pasado negro y doloroso. Enrique se comprome– tió solemnemente a reponer a su cuñada en el puesto de duquesa viuda, con todos los derechos, y a reconocer a Herman como legí– timo sucesor de su padre, cuando llegara a la mayoría de edad. Hasta entonces, por acuerdo unánime, Enrique continuaría como regente del ducado. En su breve intervención , Isabel quiso dejar muy claro, su actitud personal en todo el conflicto de familia desde la muerte de su marido. Afirmó categóricamente que en su corazón jamás había anidado odio alguno o deseo de revancha. Amaba a todos, especialmente a la familia de su esposo difunto. Si se había prestado a reclamar justicia, lo había hecho pensando en sus hijos. Se cerró el acto con un entrañable gesto de paz. Cuando Enrique se acercó a Isabel, en actitud de pedirla perdón, ésta se fundió con él, en un abrazo fraterno . Nuestra santa abandonó el castillo de Potestein, como antes lo había hecho en Kizingen , con mucha pena y añoranza. Tardaría mucho tiempo en olvidar los dulces y tranquilos días pasados en ambos lugares , días y horas de íntima y gozosa oración, de paseos relajantes en medio de la naturaleza , disfrutando siempre de una quietud y paz interior que hasta entonces jamás había experimen– tado. 145
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