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marido, fue muy feliz en los años de su matrimonio en la convivencia con un hombre maravilloso que colmó sus deseos de dicha , incre– mentada más tarde con la llegada de los hijos. Sin embargo estas dos épocas felices tuvieron su parte obscura, turbadora en el roce con personas de la corte y de la familia de su esposo que no aceptaban su estilo de vida y la hacían objeto de murmuraciones y comporta– mientos muy desagradables. En cambio en Kitzingen disfrutaba de paz absoluta en el alma y estaba rodeada de personas que la querían bien. Vivía volcada en los niños, pero la dejaban un gran margen de tiempo libre porque contaba con la ayuda de las doncellas. Asistía al coro y acompañaba a las religiosas en la recitación de las horas litúrgicas, participaba en la Eucaristía, dedicaba largas y sabrosas horas a la oración y aún tenía tiempo para dar grandes paseos por la extensa huerta del monasterio; gozaba en el contacto con la na– turaleza. A veces se sentaba en medio del jardín, cerraba los ojos y engolfada en el silencio que la envolvía daba gracias al Señor por aquella borrachera de felicidad. En el retiro y quietud de Kitzingen maduró Isabel su futuro; el rumbo que iba a dar a la vida. Las duras y a veces decepcionantes experiencias vividas en la última época, la reafirmaron en la decisión tomada el día en que le comunicaron la muerte de su marido : «Vivir única y exclusivamente para Él -con mayúscula- hecho presente en sus pobres». Isabel habría prolongado mucho más tiempo su estancia en aquel rincón de ensueño , con la tía Matilde y sus religiosas. Tenía allí y en abundancia lo que más deseaba su alma; silencio, intimidad con el Señor, cariño y paz. Pero el paraíso del monasterio terminó pronto. 133
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