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C APÍTULO XXIII LA PAZ DEL MONASTERIO El Señor hizo pasar el amor y la fidelidad de santa Isabel por el filtro purificador de pruebas muy duras. Lo acabamos de ver; la muerte de Luis que vacía su alma de ilusiones humanas, la deja sumida en la soledad; indefensa e incomprendida; el «acoso y derri– bo» decretado por Enrique contra su persona, sus derechos y los de sus hijos; los días amargos que vaga por Eisenach, angustiada por el futuro incierto y la impotencia de ver a sus hijos «que nacieron para príncipes», faltos de un mal techo donde cobijarse y de un mendrugo de pan que acalle sus estómagos hambrientos. La santa estuvo siempre a la altura de las pruebas del Señor. Aceptaba hasta con ilusión la mano divina que la podaba. Aunque padeciera intensamente viendo sufrir a sus hijos, nunca dio entrada en el corazón a sentimientos de rebeldía o desconfianza. Como ella misma confesó en alguna ocasión a sus íntimas, cuando más le apretaba el sufrimiento corría a refugiarse en la protección paternal de Dios con el alma sencilla y espontánea de una niña «en los brazos de su madre». Después de algún tiempo ensayándose como pobre en Eisenach, llegó para ella y sus hijos el final del túnel de las horas malas, de las persecuciones y de las angustias. Personalmente para Isabel no era problema, ¡con el gusto que había cogido a la pobreza! Pero estaban en juego el bienestar, la educación y el porvenir de sus hijos. 131
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