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de una princesa, en que había sido sepultada por la crueldad y la injusticia de los hombres. Daba, por el contrario, la impresión de que se encontraba en su ele– mento)) 22 . Reducida a su actual condición de pobre , estaba más cerca de ser una auténtica franciscana». De acuerdo con sus doncellas y valiéndose de unas ruecas se montó un pequeño telar para hilar lana. El tiempo que le permitía la pequeña Gertrudis, que aún recibía el pecho , lo empleaba como las demás en darle a la rueca. A fuerza de echar «horas extra» con– siguieron los recursos imprescindibles para subsistir. Queremos terminar este capítulo , uno de los más dramáticos en la vida de nuestra santa, con una anécdota donde se refleja, con fuerte realismo , hasta qué grado de serena naturalidad había asumido la renuncia y humildad franciscanas. En una de sus salidas a las afueras de la ciudad , acaso para entregar algunos de sus trabajos , Isabel se encontró con una anciana pordiosera , a la que había socorrido con mucho cariño y amabilidad en varias ocasiones. Ambas coincidieron en la travesía del arroyo Laberbch , donde los curtidores arrojaban los desperdicios de sus fábricas. Se lograba pasar a la orilla opuesta pisando con cuidado y acierto unas piedras mayo– res y que afloraban sobre la corriente. Cuando la mendiga se encontró en mitad del arroyo con Isabel, aquella la propinó un fuerte empujón y la santa cayó a la larga en el agua cenagosa. La mendiga acompañó su acción salvaje con so– noras risotadas y estas palabras : «No quisiste ser duquesa cuando tuviste ocasión , húndete ahora en la suciedad)) . Isabel se limitó a decir con envidiable buen humor: «Vaya esto por el oro y las joyas con que antes me adornaba». Y se fue a lavar la mugre adherida a sus vestidos, en una fuente cercana 23 . 22 Las declaraciones de las Cuatro Do ncellas 56. 23 Fray Cesáreo de Hasterbach, o. c., 97 . 129

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