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cisco; llamaba a los frailes al rezo de maitines . Era el primer conven– to de franciscanos levantado en Alemania gracias, al interés y gene– rosidad de Isabel y su esposo Luis. Isabel miró a sus niños y a las doncellas que dormían profundamen– te , se puso el manto para protegerse algo de la noche intensamente fría y se lanzó a la calle camino de la iglesia de los frailes. Participó con los religiosos en el rezo de los maitines y al final pidió al superior que cantaran un «Te Deum» en acción de gracias al Señor por los su– frimientos físicos y morales con que el Señor probaba su fe . La joven y espabilada discípula acababa de descubrir a través de experiencias profundamente amargas, en qué consiste la verdadera alegría tal como la describió san Francisco a fray León. Isabel pensó también en aquellos momentos en sus hijos. Ellos no podían encajar espiritualmente como ella su situación calamitosa . Por eso al final de los actos litúrgicos y cuando los religiosos se habían retirado para continuar el descanso nocturno, cayo de rodillas ante el altar y le habló así a Nuestro Señor: «Dios mío, yo merezco pasar estas calamidades y tribulaciones por mis pecados, pero ellos na– cieron para ser príncipes y princesas y ahora tienen hambre, y has– ta carecen de paja donde acostarse. Por causa de ellos mi corazón está traspasado de congoja. En cuanto a mí, considero una gracia maravillosa el camino de pobreza que me has reservado». En los días siguientes continuaron Isabel y los suyos pateando la ciudad, buscando inútilmente un albergue para la noche. Cuando habían perdido toda esperanza de dormir bajo techo , se toparon con un humilde y anciano sacerdote que había conocido a Isabel en sus años de princesa consorte del duque Luis. Impresionado al ver a ella y a sus hijos en situación tan deprimente y desamparada, les ofreció su casa y compartió generosamente con ellos su austero y sencillo menú. Por desgracia este humilde pero oportuno hospedaje les duró muy poco. Desde el castillo de Wartburg, Enrique seguía con inten– ción siniestra los pasos de Isabel y sus hijos, a quienes había conver– tido en víctimas inocentes de su ambición. Enterado del gesto cris- 127

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