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insostenible y peligrosa. Los cortesanos eran cada vez más insolentes con ella, sabían que con su comportamiento ganaban puntos ante el duque-usurpador. Isabel temía razonablemente por su vida y la de sus hijos. Eran el único obstáculo para que Enrique se perpetuara en el poder. Entraba por tanto dentro de la lógica usurpadora que el duque de manera también fría y calculada, intentara deshacerse de ellos simulando cualquier suceso o accidente en apariencia fortuito y na– tural. Costó mucho a Isabel dar el paso pero, sobre todo, por el bien de sus hijos, se decidió. Una tarde fría de enero, los gruesos portones del castillo se abrieron e Isabel inició su aventura. La acompañaban sus hijos, Gutta, Isentrudis e Inmingarda, doncellas de toda su con– fianza. Cuando detrás de ellos se cerraron las puertas, a Isabel la invadió un sentimiento de soledad y especial desamparo . En realidad para aquellos momentos sólo podía contar con el camino zigzagueante que les llevaría a la ciudad y la vaga esperanza de encontrar en Eisenach una familia agradecida y de buen corazón 21 . El reducido cortejo inició el descenso. Debía avanzar con mucha lentitud; había partes del camino cubiertas de hielo, declives muy pronunciados y era fácil el resbalón. La lentitud de la marcha les hacia más vulnerables al frío. Isabel con la capa y el calor de su pecho protegía a Gertrudis de dos meses escasos. Herman y Sofía de cuatro y dos años trataban de proteger sus caritas de las rachas del cierzo, entre las faldas de las doncellas. 21 Hasta hace algunos años, la opinión más generalizada entre los biógrafos era que santa Isabel había sido desalojada por la fuerza del castillo y «con lo puesto». Se apoyaban en una expresión dicha por Inmingarda en su testimonio dentro del pro– ceso de canonización. Hoy, la opinión predominante es que la santa abandonó el castillo movida por las presiones brutales a que en él estaba sometida. A la expresión de Inmingarda se le da otro sentido más probable. Esta segunda versión también se adapta mejor a la sicología de Enrique Raspe, el duque usurpador, hombre taimado y calculador, que evitaba cuidadosamente los escándalos que pudieran ponerle en evidencia y hacerle antipático . 121
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