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una fortísima resistencia; duró varios días la agonía , la lucha titánica con la muerte, pero el 11 de septiembre de 1227 aún bañado de sudor, fruto de los últimos momentos de combate con su enemiga, el corazón de Luis dejó de latir y su alma que recogían los ángeles, abandonaba el cuerpo con el que había vivido en una envidiable armonía. La muerte del joven duque ofreció otro espectáculo conmovedor: las gruesas lágrimas que corrían por los rostros curtidos de sus hom– bres; aquellos soldados acostumbrados a disimular los sentimientos , en parte por considerarles poco viriles, en parte por estar acostum– brados a encararse tantas veces con la muerte , lloraban como niños contemplando cómo a su príncipe se le escapaba la vida sin que pudieran hacer nada para evitarlo. Ante el cuerpo ya sin vida de Luis, los caballeros juraron solem– nemente cumplir como algo sagrado sus últimas voluntades, si regre– saban de la cruzada. La muerte de Luis conmovió profundamente a todos los cruza– dos. Se celebraron solemnes exequias presididas por el emperador. A continuación se le dio provisional y cristiana sepultura en el ce– menterio de Otranto . 112
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