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buena amistad. Habían luchado juntos en varias campañas de Italia donde el Emperador tuvo ocasión de comprobar la valentía, lealtad y honradez del joven príncipe de Turingia; tenía pocos caballeros en el Imperio de tan limpia ejecutoria. Federico II recibió a Luis con visibles muestras de afecto y satis– facción, se abrazaron efusivamente y luego durante algunas horas hicieron un repaso a la estrategia de la expedición, los problemas que planteaba cubrir las necesidades de un contingente tan numeroso de hombres y los imprevistos que podían surgir en la travesía marí– tima hacia Jerusalén. Federico II dio una mala noticia a Luis: entre los soldados que ya estaban acampados se habían detectado algunos brotes de cólera, plaga endémica de la Edad Media en Europa. Esta contrariedad imponía un compás de espera, al menos de quince días, hasta com– probar si se trataba de casos aislados y debidamente controlados o la peste se propagaba con rapidez; en este último supuesto habría que renunciar, al menos temporalmente , a la cruzada. Afortunadamente el cólera no fue a más, no adquirió las propor– ciones temidas, porque se atendieron a tiempo y debidamente los casos aparecidos. En vista de las perspectivas más esperanzadoras, cuando Luis y el emperador se reunieron a los quince días en la isla de san Andrés, fijaron la fecha en que todos los cruzados zarparían del puerto de Brindis, rumbo a Jerusalén. La víspera de hacerse a la mar, los capellanes organizaron pro– cesiones de rogativas y una eucaristía en que participaron todos los cruzados. En todos estos actos religiosos se pidió por el éxito de la expedición religioso-militar y el feliz regreso de los cruzados a su tierra y a sus hogares. 107

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