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2.-Bienaventurados los limpios de corazón, porque ellos verán a Dios (Mt. 5, 8). La sencillez desjgna en Francisco la actitud del que se entrega al servicio del amor (a Dios y al prójimo) sin premeditación, sin cálculo, infatigable, diáfana y sin reservas. Esta sencillez implica en sí algo de la debilidad del niño. Pero, débil quiere decir aquí indefenso. Y, en tal caso, la sencillez no es otra cosa que la energía de acep– tarlo todo y superarlo todo en Dios : ¡Quién tuviera el valor de un niño cuando sobre él se {lbren los ojos de Dios! (K. Weis). Francisco era la sencillez misma, repetimos, hasta los límites de lo risible. Pero, esta sencillez se alimentaba continuamente del calor y de la fuerza del espíritu. Más aún, la sencillez era la misma llama que penetraba hasta el corazón de las cosas. En esta su ardorosa sencillez, Francisco mismo era un transformado y un transforma– dor de los hombres. Su palabra y su mirada eran tan sencillas que lo penetraban todo. Ya su misma proximi– dad imponía silencjo en el torbellino del interior desaso– siego, o en el apasionmiento del que buscaba con in– quietud m, Francisco fue objeto de una veneración superior a lo que nosotros podemos imaginar. El lo veía, sufría por ello; pero, no perdió su sencillez. El mismo Papa y la Curia romana experimentaron esta sencillez. Tal vez esto explica el que ya la primera vez le soportasen, a pesar de algunas comprensibles reservas. Cierto, él estaba en– teramente penetrado por la veneración a les sacerdotes y, sobre todo al Papa, señor del universo; pero, en me– dio del "esplendor" del Papa y de su Curia, él seguía siendo el hombre sencillo. De tal modo que, predicando ante el Papa, parecía "danzar", 69
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