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mente dura, pinta el Santo con qué despreocupación deja el cadáver que se haga en él lo que se quiera... Y esta sería la imagen perfecta de la auténtica obediencia evangélica. No es posible valorar más alto, y al mismo tiempo exigir en forma más rigurosa la santa obed:iencia, de como lo hace Francisco. Y "así nada apreciaban sus pri– meros discípulos tanto como la obediencia". "Incapaces de discutir el mandato recibido, se ponían inmediata– mente a cumplirlo" 9s. Llenaban la exigencia del Santo de obedecer no sólo exteniormente, sino de decir también sí en el interior. No sólo aceptar el mandato, sino de– searlo; incluso adivinar por anticipado el deseo del Su– perior y, a la primera indicación, cumplirlo, despoján– qose enteramente de sí mismos 96, Con todo, la obediencia franciscana tiene su pecu– liaridad. Es una preciosa herencia del Evangelio, que debería guardarse cuidadosamente en la Iglesia. Si ponemos al Fundador de los jesuitas al lado de Francisco, percibimos en seguida la diferencia de perso– nalidad y de métodos. El caballero y trovador de Cristo está tallado en forma muy dástinta al capitán de Loyola. Cierto que Ignacio, durante mucho tiempo, no sólo fue el hombre de la autoridad y de la disciplina, sino tam– bién del ardoroso entusiasmo. Es igualmente cieito que, en muchos aspectos, un jesuita está moldeado según la imagen de su Fundador con menor intensidad que el fraile menor en la de Francisco. Sin embargo, la obediencia ocupa en las enseñanzas de San Ignacio un puesto central mucho más exclusivo. Ella tiene para Ignacio una impronta impersonal, jurí– dica, militar, que no se encuentra en Francisco. La obe– diencia, en Francisco· está totalmente impregnada de amor 97. También en este aspecto de su pensamiento hay que excluir cualquier estrechez que haga de la obedien– cia una categoda que se imponga aisladamente, por sí sola. Porque, como el amor está en su íntima esencia, la 64

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