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estrecho" de la paz fuese la recompensa a su pobreza, y que sólo la pared de carne de su cuerpo le separase, por breve tiempo, de Dios" "· Pero, nos falta algo por decir: ¿ qué es lo que habla, desde el principio hasta el fin, en la vida de Aquél que nos obliga a llevar la Cruz en la que él mismo muere entre los espasmos de la Crucifixión? El amor, la amistad y el tranquilo wbandono en las manos del Padre: "Mi yugo es suave y mi carga ligera" (Mt. 11, 29). Lo mismo sucede en Francisco. Es desbordante en él aquel amor que hace que Jesús sea para Francisco la fuente de toda alegría. Vivía con Jesús; llevaba a Jesús en su corazón, tenía a Jesús en sus labios, le oía con sus oídos, le veía con sus ojos; le llevaba en sus manos y todos sus miembros estaban llenos de Jesús. Con gran fineza dice Karl Hase 4s que Francisco en• contraba reunidas en el nombre de Jesús todas las ale– grías divinas y humanas. Cuando pronunciaba este nom– bre, se llenaba de sobrehumana dulzura, que no dejaba sitio para otra cosa. Poseía Francisco el carisma del amor en tan profusa abundancia, que las palabras son insuficientes para expresar esta plenitud. El solo nombre de Jesús le hacía olvidarse de todo, hasta de predicar. El Nuevo Testamento y todo lo que allí sucede no era para Francisco algo pasado. Cristo está presente aquí y ahora. Es Cristo quien dice en este momento las pa– labras del Evangelio a él, que las ha oído leer. El Crucifijo de San D~ián no le recuerda a Fran– cisco el Señor crucificado, es el Señor crucificado; El habla de verdad a Francisco. Y cuando éste oye de boca del sacerdote las palabras de la misión de los apóstoles, las entiende como dichas a él por el Señor. Con inmensa, desbordante alegría re– conoce en ellas la voz del Maestro, que le enseña a él el sentido y el contenido de su vida. Escucha y cumple lo oído. Sin distingos. Sin atenuaciones. Al pie de la letra. De esta inmediata relación con Cristo. vive, en su úl- 45

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