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que iba de casa en casa mendigando 1a comida, allí donde poco antes había celebrado fiestas rumbosas y distinguidas; que al ver en la escudilla aquella mezcla de desperdicios, temblaba de náuseas. Se debe intentar revivir con la imaginación y en toda su viveza, la po– breza estremecedora que él vivió en San Damián... ? Hay, sin duda, respuestas para estas preguntas. Y la primera es ésta: Precisamente, por estas y otras singu– laridades, la fuerza atractiva del Santo se acrecienta hasta llegar al entusiasmo. Y esto demuestra también lo sobre– humano de esta incomprensible explosión de santidad y la incomparable fuerza de sugestión que su locura tiene para el mundo. Porque en él se manifestó la fuerza de un amor heroico, el idealismo absoluto de un cora– zón en el cual realmente se renovó el misterio de la Cruz. P.ero, no queramos alejar tan pronto de nuestra mente las "singularidades" de Francisco. Nos vendrá bien para nuestro intento 2i. En forma un poco burda se podría, tal vez, decir : quien no comienza por sentir algo así como estremeci– miento ante la realidad enorme que frente a él se le– vanta, quien no "choca" con esta fuerte negación de la imagen común del hombre, ése no ha encontrado el camino recto que conduce a Francisco. Le desconoce. aunque él mismo fuese un santo. Y, ¿no le movería la fuerza del común amor a Dios a inclinarse, temblando de amor y sorpresa, ante tanta limpieza? (Cf. 2 Cor. 11, 16 ss.). Porque en Francisco se ha hecho real y sensible, con rudeza implacable -sin atemorizarse ante ningún exceso ni ante ningún ridículo- la desconcertante locura de la Cruz.

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