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forma tantas veces anodina, mecánica y superficial, in– cluso dentro de la celebración de los Misterios del culto (y ésto ·precisamente en un mundo que está viviendo una peligrosa pérdida de sentido de lo sustancialmente religioso), contribuye a robar fuerza incluso a la misma palabra rel!giosa. En otros casos ha hecho nacer en mu– chas almas el cansancio y hasta la desconfianza en las promesas, afirmaciones y sermones de los predicadores. Porque, ¿ cómo pueden ser plenamente verdaderas estas elevadas palabras, cuando los predicadores y los oyentes muestran en forma tan mediocre el esplendor de su su– puesta fuerza transformadora? Sin embargo, tiene importancia decisiva el que se logre una auténtica renovación de la predicación cris– tiana. El que la verdad cristiana haya estado viva en otro tiempo e iluminado al mundo, no nos ayuda -sin más– a nosotros. Las palabras de Cristo son es-píritu y vida, no están ligadas a la temporalidad. Pero, en su formulación humana, sí que están condicionadas por el tiempo. Por eso se requiere que en cada momento histórico la expo– sición de la revelación participe de tal manera de aquella intemporalidad, que nos resulte aún hoy actual y apta para vivificar de nuevo al mundo. En nuestro ambiente, y dentro de nosotros mismos, ha cambiado profundamente el suelo espiritual. Donde an– tes vivía la "Cristiandad" se mueven hoy hombres que viven de reminiscencias cristianas, una sociedad que conserva solamente algunas costumbres cristianas, pero que ya no vive cristianamente. Está seriamente amena– zada la sustancia cristiana y hasta los estratos profundos donde ella tenía echadas raíces y de los que se nutría. El mundo ha apostatado; sólo conserva algunos jiro– nes de un vestido semi-cristiano. El ambiente cristiano-eclesiástico no es una excepción. La herencia cristiana, aún en aquellos que son todavía cristianos y eclesiásticos, incluso en los mismos ministros de la Iglesia, ha perdido mucho de su fuerza. Nosotros 14

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