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_____ l. VISIÓN CRISTIANA DE LA HISTORIA EN SUS TEXTOS Conclusión VISIÓN CRISTIANA DE LA HISTORIA: UN LIBRO POR ESCRIBIR Tal vez choque a más de uno esta conclusión de mi labo– rioso reflexionar sobre la visión cristiana de la historia. Y sin embargo, el que me haya leído con algún deteni– miento, deberá deducir que el pensamiento cristiano no ha llegado a formular con relativa plenitud una visión cris• tiana de la historia. Es patente que San AgustÍn es el pleamar del pensa– miento cristiano sobre la historia. Pero sus ambigüeda– des y oscurecimientos en torno a los valores de la Ciudad Terrena y el orden natural humano: Estado, Derecho, pro– piedad, esclavitud, etc., estaban pidiendo un complemento que pudo dárselo el naturalismo tomista. Pero como San– to Tomás en la estructuración de su saber optó por el sis– tema, a la historia la dejó de lado. Y así durante siglos hasta el Vaticano II. No se me alegue que el hoy cardenal J. Rat– zinger escribió su tesis doctoral con este título: Die Ges– chichtstheologie des hl. Bonaventura (Munich, 1959). De ella hicimos una presentación y crÍtica (Naturaleza y Gra– cia, 8 [1961], 178). No tenemos por qué retocarla. Pero de esta reflexión dedujimos que San Buenaventura, pese a completar algún aspecto importante de la visión agusti– niana de la historia, no puede en modo alguno suplan– tarla. Queda la obra de San Agustín como el momento cumbre del pensar cristiano sobre la historia. Ahora bien, dos libros sobre mi mesa de estudio me hablan de que a partir de San AgustÍn la visión cristiana de la historia es un correr hacia abajo más que un subir hacia arriba. Estos son los dos libros aludidos: E. Gilson, Les métamorphoses de la Cité de Dieu (Lovaina, 1952); H. De Lubac, La posterité spirituelle de ]oachim de Flore (Pa– rís, 1981)-hice una análisis crÍtico detenido de esta últi– ma en Estudios Franciscanos, 84 (1983), 351-361. E. Gilson, con la perspicacia que le caracteriza, hace ver que los remedos medievales y modernos de la Ciudad de Dios agustiniana son meros remedos. Algunos hasta fas– tidiosos, pese a sus intuiciones aprovechables. La Répu– blique chrétienne ha sido ensoñación feliz de todo pensador cristiano de la historia. Justamente R. Bacon la deriva de su concepción de la sapientia christiana. Pero qué poco franciscano su intento de llegar a esta república ponien– do en manos del Pontífice de Roma el armamento más eficaz para vencer a todos los enemigos del nombre cris– tiano. A su vez, la idea imperial de Dante, que tanto pon– deró e hizo suya el fenecido fascismo, bien pudiera ser un anticipo de una Sociedad de Naciones a nivel mun– dial, la cual, de modo más efectivo que la ONU, pusiera 58 Conclusión __________________ orden en la Ciudad Terrena, como lo entrevió San Agus– tÍn en los mejores momentos en que reflexionó sobre esta ciudad. En el cardenal Nicolás de Cusa y en T. Campa– nella se siente bullir el perenne deseo de paz humana. Pero son pocos los elementos que dan para el logro de la misma. Más simpático, como siempre, se me hace el pensa– miento de Leibniz. Celebro que E. Gilson pondere su ac– tuación con Bossuet en pro de la unión de las Iglesias cristianas. Para recoger este veredicto: «Impossible de mieux choisir les interlocuteurs de ce paissonnant dialo– gue» (p. 233). Su cité des philosophes llegaría a ser la nueva República Cristiana, de la que, según el mismo Gilson, el Discurso de metafísica de Leibniz vendría a ser nada me– nos que «l'évangile» (p. 244). Pero un pensador cristiano advierte que esta cité des philosophes se halla muy alejada de aquel pueblo sencillo, casi analfabeto en su mayoría, que oía la predicación de Jesús. Éste, subido a la barca de Pedro, sentado en la popa, adoctrinaba aquellas mentes, ávidas de verdad, con lo mejor de su Evangelio, mientras los inconscientes niños -podemos suponerlo-cumplían su oficio de jugar, chapoteando con el agua. J. Ortega y Gasset, pese a su sentido laico, no tiene reparo en reco– nocer que Jesús rompió con la enseñanza en academias cerradas, para ir directamente al pueblo. Y M. de Una– muno comenta esta enseñanza, diciéndole a su Cristo: «Pa– radojas, parábolas y apólogos/ florecían lozanos de tu boca; / no silogismos, no pedruscos lógicos... » (El Cristo de Velázquez, vv. 1.691-1.693). Ni en nuestras reflexiones sobre la historia podemos cambiar este modo de enseñanza evangélico por el que se estila en la «cité des philosophes». Leibniz puso su ciudad muy encumbrada. La Ciudad de Dios, que es la nuestra, se halla más a nivel de todo hom– bre que se siente camino de lo eterno. El último remedo de la Ciudad de Dios en el mundo moderno, la cité des savants, en la que soñó A. Comte reunir a todos los hombres de ciencia, se halla aún más alejada del pensamiento de San Agustín, aunque es hora ya de reconocer como algo inconcuso que la Ciudad de Dios no tiene nada que oponer al ideal de la ciencia. E. Gilson concluye aquí su metamorfosis de la Ciu– dad de Dios. Pudo haber recordado la fascinante versión de la historia de P. Teilhard de Chardin. Pero el grandio– so biologismo cristocéntrico de este sabio cristiano no ha suscitado la menor simpatía en la mente del gran histo– riador, atezada por el rigor conceptual del sistema tomis– ta que tanto ha cultivado. Por todo lo expuesto podemos concluir que no hay continuidad progresiva respecto del «opus magnum» de San Agustín. Aceptamos, pues, este juicio de E. Gilson: «Ni l'aristotélisme scolastique offert part Dante a l'assentiment des hommes; ni la théologie métaphysique de Campane– lla; ni la métaphysique théologique de Leibniz; ni la phi– losophie scientifique de Comte, n'ont pourvu la société universelle du líen nécessaire que, des le temps d'Augus– tin, la Sagesse chrétienne de la foi lui avait immédiatement offert» (p. 268). De lo cual se colige con claridad meridiana que no tenemos el libro que necesitamos sobre la visión SUPLEMENTOS ANTHROPOS/26

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