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VISIÓN CRISTIANA DE LA HISTORIA EN SUS TEXTOS Buenaventura optó más bien por la unidad de la concien– cia humana, en su vivencias con Dios. Pensamos que San AgustÍn le precedió en esta vía unitaria. Tanto cultivó esta unidad en la actividad de nuestra conciencia que nos pa– rece carecer de sentido la insistencia de muchos en discu– tir si en la mente de San AgustÍn prevalece el amor a la verdad. Con sus palabras hay que decir que lo prevalente es la «charitas veritatis». Lo mismo cabe decir del «videbi– mus et amabimus» con que describe la actividad de los bie– naventurados. El último verbo que utiliza San Agustín viene a ser floración de los tres anteriores: «laudabimus». Con hon– dura vivencial sintió este misterio de alabanza San Agus– tÍn, No ve otra respuesta del hombre a la benevolencia divina que este canto agradecido: «Misericordias Domini in aeternum cantaba». No podemos menos de hacer un comentario breve al capítulo inicial de sus Confesiones. Se halla saturado del «mysterium laudis». Ya en la primera línea afirma que Dios es «laudabilis». Pero se dirige inmediatamente a El para decirle: «Parece absurdo que el hombre, pequeña parte de tu creación y envuelto en pecado, pretenda alabarte». Pero se responde a sí mismo, diciéndole a Dios: «Con todo, quiere alabarte el hombre, pequeña parte de tu creación. Tú mismo le excitas a ello, haciendo que se deleite en ala– barte». Concluye este primer diálogo con su Dios con es– tas palabras que definen su peculiar «mysterium laudis»: «Ciertamente alabarán al Señor los que le buscan, por– que los que le buscan le hallan y los que le hallan le ala– barán». Si ya el hombre, peregrino en la tierra y envuelto en pecado tiene su felicidad en alabar al Señor, ¿cuánto más feliz no será entonando el canto eterno de alabanza? Tie– ne el santo un sermón en el que comenta la exclamación exultante del pueblo cristiano: alleluia. Sabido es que hoy los Sermones de San Agustín, «pastor de almas», están siendo muy valorados. Y no sólo porque nos intro– ducen en el ajetreo de su vida apostólica, sino también porque transparece en ellos su mejor teología. Por fortu– na este sermón al que aludimos, n. 255, nos lo ha dado en edición bilingüe la BAC ( Obras de San Agustín, VII, pp. 653-661). Del mismo tomamos estos pasajes bien sig– nificativos: «Sabéis que alleluia significa en latÍn Laudate Deum. Al modularlo con voz concorde y concordes sen– timientos, mutuamente nos excitamos a amar a Dios. Sólo a El, en efecto, puede alabarle sin reservas el hombre, por– que sólo El no tiene cosa desagradable. El cántico del alleluia es, en el tiempo este de peregrinación, lenitivo del viaje, himno de marcha; pues vamos por camino tra– bajoso hacia la tranquila patria, donde, dando de mano a nuestros ordinarios quehaceres, sólo subsistirá el alle– luia». En el cuerpo del sermón corea el aplauso que el pue– blo ha dado al alleluia en estos términos: «Ya lo veis; la sola palabra en vuestros oídos os ha hecho rebosar de pla– cer, y el placer ha roto en aplausos. Si tanto gusto recibís de unas gotas de rocío, ¿qué hará el manantial? Si pues 56 Patrística latina __________________ alabamos lo que ahora creemos, ¿cómo alabaremos cuan– do veamos?». Me parece que lo más cuerdo, ante el comentario de San Agustín al alleluia que cantaba su pueblo cristiano, es que el lector guste sus palabras tal como salieron de los labios del gran doctor y pastor de almas. Quedan, pues, aclarados en su clima los cuatro verbos con los que San AgustÍn describe la meta de la Ciudad de Dios, peregrina en la tierra. Para ser regustadas en la sugerente quietud de la propia meditación. La ciudad terrena: ambigüedades y problemas Al lector que nos haya seguido en la exposición que he– mos dado de San Agustín, le parecerá que todo es claro y llano en su visión cristiana de la historia, tal como la propone sobre todo en De Civitate Dei. San Agustín es, sin duda alguna, un genio. Pero ya M. Menéndez Pelayo advertía que los genios literarios suelen ser muy fluc– tuantes: a una página sublime sigue a veces otra de pro– saísmo vulgar. En el campo del pensamiento acaece a San Agustín algo semejante. Hemos recordado algunos de sus momentos sublimes. Pero cuántas páginas para ser pasadas de corrida por su insuficiencia, a veces de mal gusto. Peor que este aspecto literario es que San Agustín acu– se en su obra una honda ambigüedad en su manera de con– cebir la Ciudad Terrena. Un sumario cotejo de textos pone esto bien en claro. En el pasaje ya comentado de los dos amores que fundan las dos ciudades, la Ciudad Terrena, en contraste con la Celeste, la presenta San Agustín como un amasijo de maldad. Hija del egoísta «amor sui» hasta el desprecio de Dios, tiene por secuela: buscar la gloria en sí misma y engreírse de esta gloria. En sus príncipes y en las naciones por ellos subyugadas domina el afán de dominio -libido dominandi-. Y en sus potentados ama su propia fuerza. En fin, sus labios, en vez de hon– rar a Dios después que le reconocieron, dieron la gloria debida a Este, a vanos simulacros, a la adoración de los cuales llevaron a sus pueblos ( CD, XIV, 28). Tal es el di– seño que de la Ciudad Terrena nos ofrece aquí San Agus– tín. En todo este capítulo de contraste entre las dos ciudades, ni una buena cualidad acompaña a la Ciudad Terrena. • Y sin embargo, unas páginas después (lib. XV, 4), des– cribe los bienes de la Ciudad Terrena en estos términos: «La Ciudad Terrena, que no es eterna ... tiene aquí abajo su bien y se goza en su posesión con ese gozo que pueden brindar tales cosas... No es acertado decir que los bienes que desea esta ciudad no son bienes, puesto que ella mis– ma es un bien, y el mejor en su género». Sigue razonan– do sobre estos bienes de la Ciudad Terrena, para concluir con esta frase totalmente inesperada en el enmarque de los dos amores: «Haec bona sunt, et sine dubio dona Dei sunt». Esta misma ambigüedad la transluce al enfrentarse con SUPLEMENTOS ANTHROPOS/26

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