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_____ l. VISIÓN CRISTIANA DE LA HISTORIA EN SUS TEXTOS de la historia salutis. Para San AgustÍn la historia ya no es tan sólo «magistra vitae». Es una realidad en la que nos hallamos inmersos como ciudadanos de la Ciudad Celeste o de la Ciudad Terrena: camino de Dios, nuestra meta última, o desviados de Él hacia nuestra ruina inevi– table. Hoy, desde la noción del tiempo que se inserta esen– cialmente e~ la vida humana, se ha visto a ésta ligada a la historia. No es extraño San Agustín a esta vinculación de tiempo e historia. Pero su pensamiento prolonga más bien el plan bíblico de la historia salutis. De esta his– toria salutis, que es la historia de la Ciudad de Dios, nos preguntamos ahora por la fuerza dinámica que la im– pele. En respuesta a esta pregunta nos sale al paso el pasaje quizá más célebre y comentado de cuantos escribió San Agustín en su De Civitate Dei. Es su capÍtulo 28 del li– bro XIV. Contrapone en él la Ciudad Terrena y la Ciudad Ce– leste y escribe: Fecerunt itaque civitates duas amores duo: terrenam sci– licet amor sui usque ad contempturn Dei, caelestem vero amor Dei usque ad contemptum sui. Volveremos sobre el «amor sui» que construye la Ciu– dad Terrena. Ahora toca comentar el otro que crea y mue– ve la Ciudad de Dios. De él afirma San Agustín que la Ciudad Celeste, impulsada por este amor, no tiene otra gloria que pregonar la de su Señor, pues tiene a Dios y no a los hombres por testigo de su conciencia. Con el sal– mista canta: «Vos sois mi gloria y quien me hace ir con la cabeza en alto» (Sal 3, 4). Este amor, además, impele a la Ciudad Celeste a cumplir el mandato divino de amar al prójimo después de Dios. En ella no predomina la am– bición sino la mutua caridad, incitando a los gobernan– tes al buen consejo y a los súbditos a la pronta obediencia. Finalmente, contra una vana sabiduría que despeñó a los pueblos a la idolatría y en la licencia, la Ciudad Celeste cultiva la piedad sincera hacia Dios, la cual le hace vivir en espera del gran día en que Dios «sea todo en todas las cosas» - «ut Deus sit omnia in omnibus»-, ( 1 Cor 15, 28). . Esta meta final de la peregrinación humana por la historia, propuesta por San Pablo y asumida por San Agustín, proclama bien alto la gran fuerza impulsora del amor que vivifica a los miembros de la Ciudad Ce– leste. Mucho ha hecho escribir a los agustinólogos este tema del amor, tal como lo pensó y vivió San Agustín. Ahora nos limitamos a comentar el conocido pasaje de las Con– fesiones, en el que se enuncia la ley de atracción de las al– mas: «Pondus meum amor meus; ea /erar, quocumque/eran, (Conf, XIII, 9, 10). Ante este pasaje no hace falta que el comentarista anote que de la experiencia de San Agustín se puede ascender a una experiencia universal, humana. En esta ocasión es él mismo quien nos sitúa dentro de 54 Patrística latina __________________ la experiencia universal. Parece anticiparse al sentido co– munitario de la Ciudad de Dios al comentar: «Con el fue– go santo [del amor] nos enardecemos y caminamos: caminamos para arriba, hacia la paz de jerusalén». Estas palabras perentorias de San AgustÍn nos parecen el mejor comentario al amor que impulsa a la Ciudad de Dios, ca– mino de la eternidad. Aquí, sin embargo, nos sale al paso una objeción de la que no nos podemos desentender. La formula la teolo– gía luterana que expone Anders Nygen, Eros und Agape. (Gestaltwandlungen der christlichen Liebe}, Gütersloh, 1954, pp. 351-438. Según la interpretación luterana San Agustín se halla entre el éros pagano y la agápe cristiana. Pues bien, en su intento de aunar conceptos y vivencias insociables ha sucumbido básicamente al éros ascendente platónico y se ha desentendido substancialmente del amor descendente cristiano, de la agápe. A esta objeción podemos responder en primer térmi– no que San Agustín no ha tenido reparo en asumir algu– nos valores espirituales del éros, del amor ascendente. Su conocida sentencia, ya citada: «Fecisti nos ad Te et inquie– tum est...» transpira un sentimiento erótico tan puro como el del diálogo con Sócrates de la sacerdotisa del templo de Apolo, Diotima. Hasta nos atrevemos a decir que de las sublimes palabras de Diotima -tan comentadas hasta por nuestros místicos cristianos- tal vez no se haya dado mejor comentario que el San Agustín cuando exclama: «Sera te amavi, pulchritudo tam antiqua et tam nova, sera te amavi» (Conf, X, 27, 50). Nadie negará que estas fra– ses rezuman el más elevado erotismo espiritual. La fuer– za del éros hacía hablar así al hombre Ígneo que fue San Agustín. Y sin embargo tenemos que denunciar la inter– pretación de A. Nygren porque en este momento de má– ximo erotismo espiritual no transparente el gran doctor la otra propiedad del éros platónico: la de ser un impulso «omnipotente», de total eficacia. Es capaz de sacar a los cautivos de las mazmorras subterráneas que para ellos in– ventó Platón y llevarlos desde allí a la contemplación de la Luz y de la Belleza subsistentes. Nada más ajeno a San Agustín que esta total autosuficiencia del erotismo plató– mco. A esta primera réplica a la teología luterana añadimos que lo primario en San Agustín no es el amor ascendente -éros- que pone en camino hacia Dios. Antes se da una llamada. Y esta llamada la hace Dios. Si hasta el nombre de Ciudad de Dios lo dice. Porque se llama así, no a causa de que los hombres la construyan, sino porque la ha pla– neado Dios para que los que quieran ser sus miembros, entren en ella y con ella peregrinen hasta llegar a la excel– sa meta del encuentro eterno. Sintetiza, pues, San Agustín los dos amores: éros y agá– pe. Pero la primacía no la da en modo alguno al éros que asciende con ansia de lo que le falta, sino a la agápe cris– tiana, a ese benévolo amor de Dios que desciende hacia nosotros para hacernos el bien y llamarnos hacia sí. Qué frase tan sencilla y tan honda esta de San Agustín: «Quia bonus Deus, summus» (De doctrina christiana, I, 32, 35). SUPLEMENTOS ANTHROPOS/26
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