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_____ l. VISIÓN CRISTIANA DE LA HISTORIA EN SUS TEXTOS ra que en un caso y otro se trata de peregrinación hacia lo eterno. Siempre en uno y en otro parecidas aspiracio– nes, añoranzas, anhelo jadeante por llegar. Muy comen– tado este calor afectivo de la historia del alma agustiniana, podemos acotar un texto paralelo de la historia universal en la Ciudad de Dios. Contra la insensibilidad estoica es– cribe: «Entre nosotros, según las Sagradas Escrituras y la sana doctrina, los ciudadanos de la Ciudad Santa de Dios, que viven según Él en la peregrinaci6n de esta vida, te– men y desean, se duelen y gozan. Y como su amor es rec– to, tienen rectas estas afecciones» (CD, XIV, 9, 1). En un razonamiento ulterior contra dicha insensibili– dad estoica quiere hacer ver que una riqueza de elevados sentimientos acompaña a los ciudadanos que van camino de Dios. Recuerda, ante todo, el ejemplo de Cristo, uno de nosotros en carne viva. Pues bien, el Evangelio nos cuenta, anota San AgustÍn: «que derram6 lágrimas cuan– do iba a resucitar a Lázaro; que dese6 celebrar la Pascua con sus discípulos; que, al acercarse la pasi6n, su alma es– tuvo triste...» (CD, XIV, 9, 3). Qué humano se nos muestra San Agustín en esta ca– nonización por Cristo de los mejores afectos que anidan en el corazón del hombre. En contraste denuncia a conti– nuaci6n la frígida inhumanidad de la actitud estoica. Con detenimiento analiza el vocablo que escribe en griego: b.1tá0sta. En él centraban los estoicos la que creían excel– sa vida moral. Pues bien, ante tal imperturbabilidad San Agustín acuña una de sus frases indelebles: «Humanita– tem totam potius amittunt quam veram assequantur tran– quilitatem» (final del capítulo que venimos comentando). Hay, con todo, un afecto que San Agustín pone en má– ximo relieve: la esperanza. Entre tantos pasajes que escri– bió sobre esta virtud, seleccionamos éste, bien significativo. En su enmarque recuerda que de Set, el sustituto de Abel, concedido por Dios a los primeros padres, dice la Escri– tura: «Puso su esperanza en invocar el nombre del Señor» (Gn 4, 26). Este es su comentario: «He aquí la voz y el testimonio de la verdad. El hombre, hijo de la resurrec– ci6n, vive en esperanza, mientras la Ciudad de Dios, que nace de la fe en la resurrecci6n de Cristo, peregrina en este mundo» ( CD, XV, 18). Tan hondo y largo tema San Agustín fue capaz de resumirlo en otras de sus frases úni– cas: «Gemimus in re, consolamur in spe» (Enarrationes in psalmos, 145, 7). Con intuici6n ha resumido este tema de la esperanza hist6rica agustiniana P. Laín Entralgo cuan– do escribe: «Las páginas de la Ciudad de Dios se nos mues– tran como una ingente historiología de la esperanza cristiana» (La espera y la esperanza, Madrid, Revista de Oc– cidente, p. 66). Colmo de esta esperanza es el respaldo que de ella tie– nen los ciudadanos de la Ciudad Santa. Este respaldo no es otro que el mismo Cristo. Lo dice bien San AgustÍn en un texto impresionante. Una vez más se enfrenta con el férreo ciclo estoico, anticipo del «eterno retorno» de Nietzsche. Ante él proyecta esta otra visi6n tan distinta: «Siguiendo el camino recto, que para nosotros es Cristo, y siendo él nuestro Guía y Salvador, dirijamos la senda 52 Patrística latina __________________ de la fe y de la mente en sentido contrario a ese circuito vano y necio de los impíos» (CD, XII, 20, 3). Es duro San Agustín al llamar impíos a los estoicos. Hubo entre ellos almas muy sinceras camino de la virtud. Asumamos, por nuestra parte, lo valioso de este pasaje en que se nos mues– tra a Cristo rompiendo la argolla de los círculos estoicos y poniéndose al frente de la caravana hist6rica que va al encuentro de lo eterno, siendo su guía y salvador -duce ac salvatore-. Los agustin6logos de altura tratan de penetrar en el lema litúrgico, pensado y vivido por San Agustín: per Christum ad Patrem. A ellos nos remitimos en tan excel– so tema. Pero nos place ahora constatar que el Cristocen– trismo agustiniano se nos muestra de un modo preclaro en la marcha hist6rica de la caravana humana hacia la ciu– dad que simb6licamente llama el mismo San Agustín Je– rusalén Celeste. Fuerza impulsora de la Ciudad de Dios La historia, como el tiempo al que se halla esencialmen– te ligada, se avera en el presente, el cual asume un pa– sado y se proyecta hacia un futuro. De modo ineludible lleva en sí misma un dinamismo interno que la impe– le siempre hacia algo ulterior: para mejorar o para em– peorar. Interesa, pues, sobremanera conocer las fuerzas impulsoras de la historia en su marcha a lo largo del tiempo. K. Jaspers, escéptico ante la pregunta por el origen y meta de la historia, es muy reflexivo sobre las fuerzas im– pelentes de la misma en la hora actual. No lo son menos los grandes fil6sofos de la historia de este siglo: O. Spen– gler, A.J. Toynbee, F.S. Northrop (poco conocido en nues– tro ambiente), P. Teilhard de Chardin, etc. Confieso mi preferencia por Ch. Dawson. Su pensamiento de conver– so cat6lico le ha incitado a reflexionar sobre los orígenes cristianos de Europa (como en su lugar diremos). También ha estudiado detenidamente las fuerzas determinantes de la marcha de esta Europa, que en los últimos siglos ha entrado por la vía de una progresiva secularización. Ame– naza esta secularizaci6n hundirla en un nihilismo cultu– ral, denunciado también por M. Heidegger. Ante esta incitante perspectiva que nos brinda nues– tro siglo es ineludible que nos preguntemos ahora por la fuerza impulsora que mueve a la Ciudad de Dios, en ruta hacia su final destino. De ella hablamos en singular por– que creemos poder resumir en dos palabras la fuerza úni– ca que impele a la Ciudad de Dios. La Ciudad Terrena tiene otras muchas. Aunque de paso, las señala San Agus– tín al reflexionar sobre la misma. Luego hablaremos de ellas. Ahora, teniendo ante nuestra mente la Ciudad de Dios, pedimos a San Agustín que nos diga cuál es la fuer– za motriz de la misma. En este instante parece necesario respirar a gran pul– m6n. Nos hallamos ante uno de los momentos gigantes del espíritu de Occidente. Tiene lugar en este momento SUPLEMENTOS ANTHROPOS/26

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