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_ _ ___ l. VISIÓN CRISTIANA DE LA HISTORIA EN SUS TEXTOS mado a esta historia: va directamente al «pragma», al·su– ceso, al hecho crudo atestiguado por los documentos. Así la han escrito los historiadores clásicos: Tucídides, Salus– tio, Tácito, etc. Pudiéramos decir que es una historia sin miramiento, ni delicadeza. Uno de ellos dirá: «sine ira et studio». Sobre estos dos modos de escribir historia la mente pue– de hacer una reflexi6n ulterior. Es lo que en la cultura moderna se llama respectivamente «filosofía de la histo– ria» o «teología de la historia». Y que debieran aunarse en lo que aquí llamamos «visión cristiana de la historia». En esta visi6n son preguntas primeras las referentes al ori– gen, meta, constituci6n y fuerzas dinámicas de la historia. Este triple esquema obliga a que ahora nos pregunte– mos c6mo las han cultivado los historiadores eclesiásti– cos de la Iglesia oriental. Creemos que la respuesta es fácil si nos situamos en el interior de los escritos de estos his– toriadores. Esta lectura nos dice que la historia eclesiásti– co de esta época cultiva casi exclusivamente la primera manera de escribir. De la segunda apenas toma concien– cia. Y cuando lo intenta, lo hace desde un sobrenaturalis– mo ingenuo. La tercera la deja entrever en un trasfondo apenas consciente. Pide aclaraci6n este juicio resuntivo. Por poner más en relieve la cuesti6n empezamos por la tercera manera de exponer historia. Y entre filosofía y teología de la historia nos preguntamos por esta últi– ma, la única que parece hallarse presente en el historial cristiano de esta época. En efecto, la teología de la histo– ria como economía de salvación con su desarrollo rico en el Antiguo y Nuevo Testamento, se halla presente en la li– teratura hist6rica de la época patrística. Eusebio de Cesa– rea en la primera página de su Historia Eclesiástica lo dice con claridad: ot'J8' UA,A,00EV TÍ U1tÓ 1tp<Íl'tl]<; iip~oµat 'tfí<; KU'tÓ. 'tÓV oo:nfípa i<al Kúpwv r¡µ&v 'I11ooüv Xpio-róv -roü 0eou olKovoµla,; [P.G., 20, 49]. No otra cosa para comenzar que el principio de la econo– mía según nuestro Salvador y Señor Jesús, el Cristo de Dios. Tanto Eusebio como los otros dos grandes historiado– res griegos de la época patrística, S6crates y Sozomeno, hacen suya la teología de la historia de la economía de sal– vación, doctrina cristiana ya tradicional. Desde ella escri– ben sus historias eclesiásticas. Pero no dan una especial aportaci6n a tema tan relevante en una visión cristiana de la historia. De la segunda manera de escribir historia, la pragmá– tica, dijimos ya que apenas se tiene en cuenta por los his– toriadores cristianos de esta época. Tal vez fuera mejor decir que en cierto sentido la deforman. En dos aspectos muestran esta deformaci6n en lo poco que la utilizan. Una breve reflexi6n nos lo hará ver. El primer aspecto deformado es la relaci6n que dan sobre las causas de los sucesos. Esta relaci6n se halla al polo opuesto de muchos de los actuales historiadores de 26/SUPLEMENTOS ANTHROPOS Patrística griega _________________ la Iglesia, cuya vida describen como si se tratara de cual– quier sociedad humana: con sus pasiones, intereses y com– promisos, etc. Por el contrario, los historiadores de la época que estudiamos describen los acontecimientos hu– manos para ver detrás de ellos la acci6n de la Providencia divina. El mejor de estos historiadores, Eusebio, da cuen– ta de la decadencia de la vida cristiana como preámbulo de la gran persecuci6n de Diocleciano. Pero sobre todo este factor se eleva para afirmar que cuando aquel amasi– jo de pasiones humanas entre cristianos alcanzaba el más alto grado de malicia, el juicio de Dios -r¡ 0eia Kpícm;– iba preparando su visita correctiva por medio de la perse– cuci6n (Historia Eclesiástica, VIII, 1; P.G., 20, 742). Este juicio de Dios, al que reiteradamente se recurre, señala en este caso, como en otros, la raz6n última de la acci6n per– secutoria, que la Providencia trueca en prueba para sus cristianos. Con esta interpretaci6n nace en la historiogra– fía eclesiástica una tendencia, persistente durante siglos, a escudarse en la Providencia ante acontecimientos que un rigor más hist6rico obliga a buscar en los factores hu– manos. El segundo aspecto deformado hace referencia a lo que Lactancio había expuesto en su libro De mortibus perse– cutorum. Eusebio lo aplica a los perseguidores de la Igle– sia, como Galino y Maximino, etc. Tiene este aspecto una clara conexi6n con la apologética. Pero ésta es, por influ– jo psicol6gico, obviamente unilateral. Tiende a poner de relieve únicamente lo que interesa al fin propuesto. En peor luz se muestra esta actitud en su atrevido intento de calar en los misterios de la Providencia divina contra la veneranda exclamaci6n de San Pablo. «O altitudo...». Se repetirá muchas veces esta poco iluminada apologética. Al fin aparece claro que los juicios de Dios no son nuestros juicios. La 0eia Kpicrn; de que habla Eusebio debe ser más bien venerada que utilizada para nuestro peculiar modo de ver. La tercera manera de escribir historia es de suyo muy aceptable, pese a la poca estima de que goza en los histo– riadores profesionales. Pero no llena las exigencias de la his– toria pragmática. Ésta exige decir «c6mo las cosas fueron»: buenas o malas; gustosas o desagradables; edificantes o es– candalosas. Pues bien, esta dualidad no es asumida por los historiadores de la época patrística, pese a tenerla frente a sí en los historiadores clásicos de Grecia y Roma. Se atie– nen programáticamente a lo «edificante». Es decir, a lo que puede contribuir a la construcci6n del templo de la vida cristiana. Con toda claridad lo advierte Eusebio, al propo– nerse narrar la gran persecuci6n de Diocleciano, que él mis– mo sinti6 en carne viva. He aquí sus palabras: 35 No nos hemos dejado llevar a hacer memoria de los que han sido tentados por la persecuci6n o de los que naufraga– ron por completo en el negocio de su salvaci6n... sino que a la historia general vamos a añadir únicamente aquello que acaso pueda aprovechar primero a nosotros mismos, y luego también a nuestra posteridad [Historia Eclesiástica, VIII, 2; P.G., 20, 743, trad. de A. Velasco Delgado, BAC, 1972, p. 510].

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