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------------------- EPÍLOGO mo título hijos de Dios. Pero es que ante la miseria moral del hombre Francisco acrece su sentido de fraternidad por sentirse impelido a realizar un esfuerzo generoso para que todos logren su meta última del acceso a Dios y del abra– zo fraterno. Es en este momento cuando la fraternidad humana de San Francisco adquiere un matiz muy pecu– liar. Pues si percibe a todos los hombres en la alta grande– za de ser hijos de Dios, también en medio de su degradante abyección los siente capaces de subir y ascender a la mis– ma grandeza, si alguien les tiende la mano que les ayude al ascenso. En su compasión por el hombre envilecido Francisco confía siempre en él. A esto le lleva el sentirse su hermano. Es esto lo que nos hacen palpable algunos de los rela– tos de Las Florecillas. Blasfemaba un leproso, cuentan és– tas, impaciente y altanero, tanto que optaron los hermanos que le atendían por dejarlo a su merced. Su conciencia no les permitía oír las injurias que profería contra Cristo y su Madre. Llega Francisco al lugar. Ante el informe de los hermanos, no niega el Santo la protervia del leproso, pero piensa que hay en él una semilla de bondad que hay que hacer fecunda. Se acerca a él, le cuida, le lava, le besa... Y el enfermo va recobrando la salud del cuerpo y... la del alma. He aquí un hecho, carne de santidad, que nos hace ver cómo en el mayor pecador anida la posibilidad de un santo. Para lograr esto, hay que tratarlo antes como a her· mano. Nos parece que es ésta una escondida perla de la fraternidad franciscana, no siempre puesta en relieve, pero siempre digna de serlo. H. Felder termina su reflexión sobre este tema con la anécdota de los ladrones, otro relato incomparable de Las Florecillas. Si fueron despedidos con dureza por el supe– rior de la casa, son llevados al buen camino, ofreciéndo– les por el monte el sustento que pidieron y les fue negado. También para Francisco los ladrones son hermanos. Como los leprosos y los pobres. Como el festivo Junípero, como el contemplativo Bernardo, como la ovejuela de Dios Fray León. Terminábamos el análisis de la vivencia anterior ano– tando lo fácil que es, aunque infundado, interpretar el na– turalismo franciscano como panteísmo. Ahora tenemos que denunciar algo semejante con la fraternidad franciscana. Todos alaban el hondo sentido de la misma. Pero no to– dos la interpretan rectamente. Y esto no sólo por cuantos tienden a confundirla con un vago sentimentalismo filan– trópico, sino también por cuantos tienden a verla -y son muchos- desde una vertiente predominantemente hu– mana. Pensamos, sin embargo, que, si solamente se interpre– ta de modo recto el amor de San Francisco a la naturale– za cuando se advierte que la contempla en Dios y desde Dios, hay que decir esto -y muy afortiori-, de la frater· nidad franciscana. Visto el hombre en Dios y desde Dios es cuando se le contempla en toda su grandeza. También, al alejarse del mismo, en toda su insondable miseria. Así, al menos, fue la vivencia que San Francisco tuvo de lafra• ternidad humana. 26/SUPLEMENTOS ANTHROPOS Vivencias primarias del alma de San Francisco _______ SÉPTIMA VIVENCIA: Paz y alegría, anticipo del cielo Una vez más la obra de H. Felder, Los ideales de San Fran– cisco nos ambientan en este tema con un conjunto de re– latos que nos hacen respirar las auras de los primeros años de la vida franciscana, saturada de alegría y de paz. Pero ya uno de los epígrafes, La obra franciscana de paz, deja entrever que a H. Felder le interesa más exponer los he– chos controlables por los documentos que adentrarse en las Íntimas realidades de alegría y paz en cuanto forman éstas una sola vivencia en el alma de San Francisco. Ex– poner, sin embargo, esta vivencia, compleja y unitaria, es nuestro intento y preocupación. Dejamos, por lo mismo, a trasmano las incontables anécdotas sobre estos ideales seráficos y nos encaramos de lleno con la misma vivencia del Santo. Una reflexión teológica de San Buenaventura nos fun– damenta en esta interpretación. Quiere mostrar éste en un pasaje de su Legenda Major cómo la verdadera piedad había penetrado las entrañas del Santo hasta enteramente reducir a su dominio al santo varón, pues «esta piedad por la devoción lo remontaba hasta Dios; por la compasión lo transformaba en Cristo; por la condescendencia lo in– clinaba hasta el prójimo». Hasta aquí San Buenaventura pregona lo que la piedad realiza en toda alma de alta vida espiritual. Pero añade un último inciso que nos traslada a otro plano. He aquí las palabas del mismo: «Por la re– conciliación universal con cada una de las creaturas la pie– dad retornó a Francisco al estado de inocencia». Este sentir que en San Francisco el hombre vuelve al estado de ino– cencia, como tuvo lugar en el alba de la creación, es algo muy peculiar que suscita en el teólogo la vivencia de San Francisco, al llegar éste anticipadamente a la meta. Esta meta es el abrazo supremo con Dios, en el que se halla la paz definitiva y del que surge incontenible la más pro– funda y veraz alegría. Lo primero que vislumbramos ante esta vivencia com– pleja es la necesidad de hacer un trastueque al orden que entre los dos afectos, alegría y paz, señala H. Felder y que es muy repetido. Como si la paz fuera la meta y la alegría el medio para llegar a la misma. Es posible que la imbo– rrable y simpática florecilla de la perfecta alegría en el diá– logo de Fray Francisco y Fray León haya tentado a pensar que la alegría es una vía o acceso para la paz. No nega– mos fundamento a este razonar. Sobre todo si se tiene en cuenta la intercomunicación de los afectos humanos en el espacio y el tiempo. Por esta razón, en un momento dado, como el de la florecilla, puede parecer la alegría el camino recto para la paz. Pero, pese a esta circunstancia y a otras parecidas, ¿no es la alegría Íntima que traspira San Francisco más bien el rezumo de plenitud por haber llegado a la meta en la que se logra la paz? Con esto estamos atrevida:nente afirmando que San 149

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