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____________________ EPÍLOGO Es indudable que San Bernardo inicia un movimiento de acercamiento a la dulce figura de Jesús. Lo dice bien el Jesu, dulcis memoria... Pero es el Pobrecillo de Asís quien, sin percibir la revolución que hacía, supo volver al equi– librio siempre inestable entre el «inhorresco» y el «inar– desco» agustiniano, si bien con una preferencia por el «inardesco», que quedará como nota de la piedad francis– cana. Para Francisco Jesús es, sin duda, «el Cordero que recibe la bendición, el honor, la gloria y el imperio por los siglos de los siglos» (Apc. I,13). Pero es igualmente nues– tro hermano: el que nace todos los años en Belén; el que ha querido ponerse a la vera de los duros caminos del vi– vir para socorrer al malparado por los ladrones;_el que ha acompañado durante siglos a tantos discípulos caria– contecidos de Emaús... Francisco vive la verdad, enunciada por la Carta a los Hebreos: «jesús hubo de asemejarse en todo a sus hermanos» (Hbr. Il,17). De aquí sus múltiples coloquios con su Jesús. Uno de ellos en aquella Noche de Paz en la que unos aldeanos de Greccio pudieron ver, con ojos de pasmo, hasta donde puede llegar la confianza y el cariño entre un Santo y el Niño Dios. Pero es muy de notar que el pesebre de Greccio no es tan sólo tema de niños y pastores. Es también, con proyección histórica, el atestado público de que ha entrado en marcha una nueva faceta, más Íntima y más humana, de la espiritualidad ca– tólica. Desde aquella noche de cantares y fogatas el enar– decer por amor a Jesús toma el pulso y achanta al empavorecer del hombre ante Dios. Esta faceta de la espi– ritualidad seráfica se hará sentir a lo largo de los últimos siglos en la vida íntima de infinidad de almas. Realizado este deber de justicia histórica sobre el in– flujo de la vivencia segunda de San Francisco, que termi– namos de exponer, concluimos nuestra reflexión sobre la misma, subrayando de nuevo que la vida de San Francis– co fue una comunión viva con Cristo. Esta comunión tuvo momentos excelsos, sublimes. En estos momentos es Cristo Crucificado quien se apodera de Francisco. Y éste se asocia al dolor de Cristo para igualmente sublimarse con Cristo a la alegría pascual. Es esta alegría la meta úl– tima de Francisco, como veremos al reflexionar sobre la séptima y última de las vivencias de aquella alma seráfica. TERCERA VIVENCIA: El amor a la pobreza Una nueva anécdota de mi vida de profesor introduce de lleno en este tema. Me hallaba en la Universidad de Tou– louse, invitado por el gran hispanista francés Alain Guy, decano de la facultad de Filosofía. Tuvo lugar entonces la defensa de una tesis sobre la doctrina de los cátaros. Nin– gún lugar más adecuado para tal estudio. Pues bien; en 142 Vivencias primarias del alma de San Francisco _______ la tesis se daba por algo evidente que la doctrina cátara sobre la pobreza fue retomada por Francisco de Asís. En el coloquio privado que siguió a la defensa pública de la tesis, me permití disentir del doctorando, queriendo ha– cer ver que la pobreza de San Francisco tiene un sentido muy distinto al que le dio el pesimismo cátaro, desprecia– dor de la materia hasta ver en ella algo constitutivamente malo. Recordaba yo entonces al biógrafo protestante de San Francisco, P. Sabatier, quien había ya refutado esta tesis cuando escribe: «Italia puede estar reconocida a San Francisco. Estaba tan infectada de cátaros como el Lan– guedoc y es él quien la ha purificado. No se paró a de– mostrar con argumentos y tesis de teología la vanidad de la doctrina cátara, sino que, elevándose con Ímpetu de águila a la vida religiosa, hizo estallar ante sus contempo– ráneos un ideal nuevo delante del cual desaparecieron to– das estas sectas bizarras como pajarracos nocturnos puestos _ en fuga por los primeros rayos del sol». Nada tiene, pues, de común la pobreza franciscana con la pobreza cátara, si excluimos cuatro rasgos externos que no afecta para nada al espíritu. La pobreza cátara se fun– daba en ese dualismo maniqueo que niega haber creado Dios la materia. Para Francisco todo es hechura de éste. Hasta el gusano que se arrastra por tierra. Nada, por lo mismo, es constitutivamente malo. La pobreza francisca– na ama todo lo creado por Dios. Tampoco puede atribuirse el amor de San Francisco a la pobreza a esa malsana afección, hoy tan extendida: el «resentimiento». Max Scheler lo ha hecho objeto de un penetrante estudio. En el centro del mismo se enfrenta con la hipótesis de que Francisco ha podido amar la po– breza y la enfermedad en la persona del leproso por una perversión de su sentimiento valorativo. A esta hipótesis el gran pensador contrapone la conducta interna de Fran– cisco frente a la adoptada por ese realismo insano que en arte y en literatura exhibe con placer y satisfacción las la– cras humanas: la miseria del pobre; la infección del enfer– mo, etc. «Este es un fenómeno, sentencia M. Scheler, que nace todo del resentimiento». Y añade este hiriente con– traste: «Estas gentes veían todo lo viviente infectado de chinches. En cambio, San Francisco ve incluso en la chin– che la "vida" y la santidad». No puede refutarse mejor la absurda hipótesis del resentimiento en Francisco que con la sentencia final, muy para ser rememorada. Eliminados estos estorbos en el camino de la interpre– tación de la pobreza de San Francisco, nos sentimos inci– tados a preguntarnos por las raíces de este amor del Santo. Partimos, como es obvio, del hecho de este amor. De este hecho nadie ha dudado. Hasta ha podido afirmarse que no ha habido ricacho alguno que haya amado tanto su bolsa de caudales como San Francisco a la pobreza. Dos raíces creemos que dan jugo a este amor de Fran– cisco: una, esencial; la otra, complementaria. Como raíz esencial juzgamos el ejemplo de Cristo. Como raíz com– plementaria el ver en la pobreza el camino seguro hacia la santidad. Expongamos algo detenidamente ambas raíces. Que la primera raíz del amor de San Francisco a la SUPLEMENTOS ANTHROPOS/26

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