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____________________ EPÍLOGO Crucificado que le mira, le habla y le deja impresa su fi– gura. Dos momentos excepcionales recuerdan los biógrafos al referir los momentos del encuentro de Francisco con Cristo: el primero, cuando Cristo habla a Francisco en la iglesita de San Damián; el segundo, cuando le imprime sus llagas en el monte Alvernia. Tomás de Celano nos hace sentir el primer momento con una frase para escribirse en mármol. Después de referir cómo Cristo habla a Fran– cisco y cómo éste, pasmado y fuera de sí, se dispone a cumplir el mandato recibido, comenta: «Desde entonces se le clava en el alma santa la compasión por el Crucifica– do, y, como puede creerse piadosamente, se le imprimen profundamente las veneradas llagas de la pasión en el co– razón, bien que no todavía en la carne». Escribimos esta última frase, que hemos subrayado, en el ladn expresivo de Celano: «cordi ejus, licet nondum carni». Cristo, según este relato, todo verdad, ha penetrado has– ta el hondón del alma de Francisco. Este ha quedado cara a su destino, pero no con angustia, sino con el único de– seo de ser como Cristo. Francisco abre entonces su cora– zón al coloquio místico del Cantar de los Cantares: «Mi amado es para mí y yo para mi amado». Es lo que subra– ya Celano quien, después de descubrir esta vivencia en lo que tenía de más profundo, añade: «Desde aquella hora desfalleció su alma al oír hablar al Amado. Poco más tar– de el amor del corazón se puso de manifiesto en las llagas del cuerpo». Los anotadores subrayan que la expresión de Celano «poco más tarde», es imprecisa, pues sólo diecio– cho años más tarde recibe Francisco los estigmas. Pero este detalle es muy marginal a los dos momentos máximos en los que la vivencia de Francisco ante Cristo Crucificado alcanza su máxima elevación e intensidad. Mucho más im– portante para nuestro propósito es anotar cómo Celano subraya la perennidad de esta vivencia a lo largo de la vida de Francisco. En frases muy sentidas lo anota: «Por eso, no puede contener en adelante el llanto; gime lastimera– mente la pasión de Cristo, que casi siempre tiene ante los ojos. Al recuerdo de las llagas de Cristo, llena de lamen– tos los caminos, no admite consuelo. Se encuentra con un amigo íntimo, que, al conocer la causa del dolor de Francisco, rompe a llorar también él amargamente». Sa– bido es que esta vivencia perenne de Cristo Crucificado en el alma de Francisco halla su plenitud mística en el monte Alvernia. Pero no es necesario detenernos a expo– ner lo que está en la mente de todos. Ahora más bien quisiéramos dar un ulterior paso en el análisis de esta vivencia de Francisco, pues tiene un ma– tiz muy propio dentro del amor y veneración de que siem– pre ha sido objeto en la Iglesia Cristo Crucificado. Dos notas nos parecen más propias de esta peculiar vivencia de Francisco: la convivencia compasiva, y el sentido de imi– tación. La primera nota de convivencia compasiva la pone en relieve el mismo texto de Celano que ya hemos citado con estas palabras: «Desde entonces se le clava en el alma san– ta la compasión por el Crucificado». 26/SUPLEMENTOS ANTHROPOS Vivencias primarias del alma de San Francisco _______ Permítaseme evocar el bellísimo cuadro de literatura franciscana, Marcelino pan y vino, que rezuma este senti– do de convivencia compasiva de Francisco. El pequeño Marcelino suscita el máximo encanto cuando entre som– bras contempla a Cristo Crucificado y, lleno de compa– sión hacia él, le sube el pan de sus queridos frailes. Su cronista testifica que «recordó en seguida la promesa he– cha al Hombre del desván y anduvo toda la mañana dán– dole vueltas en la cabeza... a qué alimentos podría llevar hoy para comer a su amigo». El niño es aquí una réplica de Francisco, que en toda su vida ha acompañado a Cris– to Crucificado con un candor infantil, saturado de com– pasión amigable. Más subrayada ha sido la segunda nota: el sentido de imitación. Y de modo tan perfecto percibió H. Felder este aspecto de la vivencia del Santo que nos permitimos trans– cribir la página en que lo expone en estos términos: «La imitación de Jesús en todas las situaciones de la vida, en pensamientos y deseos, en acciones y omisiones, imita– ción de Jesucristo práctica, enérgica, no interrumpida, constante hasta la muerte, tal fue el secreto de San Fran– cisco. En todo procuraba hacerse semejante al Salvador, en las cosas grandes lo mismo que en las pequeñas, en la vida Íntima de su alma como en su método de vida exte– rior. De él dice Gorres: «Si desde el tiempo de los apósto– les ha encontrado el Salvador un hombre que haya seguido sus palabras, que haya seguido sus enseñanzas y ejemplos y se haya adherido a El con todas las fuerzas de su alma, fue ciertamente este varón de natural sumamente entu– siasta, el cual, soleándose sin cesar en su divina luz, se con– virtió por fin a su vez en foco luminoso, que no sólo reflejó su resplandor, sino también reprodujo su imagen». Sin duda, este histórico atestado, de H. Felder junto con el refrendo del gran romántico J. Gorres, habla bien alto del sentido de imitación que tuvo Francisco respecto de Cristo. Y de Cristo Crucificado, cuya imagen llegó a re– producir. Al final de esta reflexión sobre esta segunda vivencia de San Francisco es de justicia anotar la inmensa conmo– ción que suscitó en la vida Íntima de la Iglesia. El contras– te del «inhorresco» -me amedrento- y del «inardesco»-me enardezco-, que entrevió San Agustín en el alma religio– sa, la Iglesia lo ha vivido durante siglos. Bien pudiéramos decir que la Edad Media optó por la primera parte del men– saje agustiniano. Sintió con preferencia el peso misterioso de la Majestas Domini. La imagen del Buen Pastor había quedado entre las lucecitas de las catacumbas. Fue esta ima– gen la primera representación iconográfica que hicieron de Jesús los que le querían y querían asimismo que la multi– tud de ovejas descarriadas del paganismo entrara en su di– vino redil. Mas cuando la Iglesia cristianiza al Capitolio, el Buen Pastor tuvo que cambiar su traje campesino por el majestuoso de una corte oriental. Representado en los mosaicos bizantinos, esculpido en el tÍmpano de las cate– drales románicas, Jesús es el Pantocrator, el Dios y Señor ante quien se rinden los cielos y la tierra. Pero se hallaba demasiado alejado de los hombres. 141

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