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____________________ EPÍLOGO Fidelidad a su Dama Pobreza la mantuvo Francisco en toda su vida. Y más en su muerte al pedir reposar sobre la desnuda tierra. A lo largo de sus días Francisco, más que cantarla como trovador -si bien en más de una oca– sión lo haga- vivió en comunión de canto nupcial con ella. Y con ese su vivir superó el entusiasmo del trovador cortesano que cantaba a su dama preferida. Este entusias– mo era siempre de meteoro que alumbra y ofusca a un tiempo. El canto de Francisco a su Dama Pobreza fue de perenne convivencia. Hasta hacer de este canto el supre– mo Testamento de su vivir. ¿Fue también Francisco juglar? Se repite mil veces. Y sin embargo, pide el tema ser precisado. Ya se advierte un contraste inicial entre la condición del juglar y el puesto de Francisco dentro de la entusiasta mocedad de Asís. Di– jimos que la nota propia de juglar, tal como lo muestra la historia literaria, es su conciencia de minusvalía y su de– clarada voluntad de poner sus modestos dones al servicio de los demás. Y esto, por los gratos caminos de una alegría que se desata en risa. No es de todos saber alegrar la convi– vencia humana. Y es de experiencia común que «los más importantes» son casi siempre «los menos aptos» para esta sencilla y tan humana faena. Se diría que estos importan– tes como que se rebajan. No acaece así con el juglar. Cons– ciente de la cortedad de sus dotes, las pone todas, con ilusionado candor, al servicio de la alegría común. Ante este sencillo análisis nos parece que Francisco se llega a sentir juglar en una vivencia tardía de su vida. Que no la vivió en su juventud lo fundamos en la actitud ga– llarda del joven Francisco, el cual, entre sus amigos y con– tertulios no sólo no padece complejo de minusvalía sino que se siente «rey de la juventud». Francisco, en esta etapa de su vida, ríe y se alegra; pasa los días en fiestas y algaza– ras. Pero nunca se advierte en él ese gesto modesto y sim– pático del juglar que va de una parte para otra para recitar la última copla, compuesta por otro y que él repite para alegría de quienes la escuchan. Impresiona, por el contrario, aquel pasaje del Espejo de Perfección en el que Francisco declara que él y los su– yos son «juglares de Dios». Qué bien comulga este tÍtulo con la humildad esencial de Francisco. Si éste se mantu– vo ante los hombres siempre firme, y hasta tieso, ante su Dios se siente una nonada -«Quién sois Vos y quién soy yo»-. Por eso, ante El sólo aspira a ser juglar. Es decir, quiere en todo momento cantar y enaltecer a su Señor: fuera con el canto que él mismo había compuesto, o fue– ra, como acaecía las más de las veces, repitiendo los cánti– cos bíblicos que tan fácilmente le venían a sus labios. Qué aleccionador se nos hace en este enmarque vivencia! de Francisco, lo que dice el aludido pasaje del Espejo de Per– fección: «Quería que después de cantar las alabanzas, el predicador dijera al pueblo: "Nosotros somos juglares del Señor, y esperamos vuestra remuneración, es decir, que permanezcáis en la verdadera penitencia". Y añadía el bie– naventurado Francisco: "¿Pues qué son los siervos de Dios sino unos juglares que deben levantar y mover los cora– zones de los hombres hacia la alegría espiritual?"». 140 Vivencias primarias del alma de San Francisco _______ San Francisco admiró y alabó a su máximo juglar fray Junípero. Este sí que tenía en superlativo la conciencia de minusvalía, propia del juglar. Pero aquél no se sintió con vocación para seguirle por este camino. Le era simpá– tico, pero su vida, de tanta seriedad, le impidió entrar de– cididamente por él. Esto explica que en la RnB, se muestre muy mesurado cuando manda a sus frailes: «Y guárdense de mostrarse tristes exteriormente e hipócritamente ce– ñudos; muéstrense más bien, gozosos en el Señor (Fhil. IY,4) y alegres y debidamente agradables -hilares et convenien– ter gratiosos-». De todo ello concluimos que Francisco se vio a sí mis– mo como juglar más en sentido vertical, respecto de Dios, que horizontal, respecto de los hombres. Cierto que mu– chos de sus frailes, hasta nuestros días, han querido ser juglares en la convivencia humana, para alegrarla con un sentido de igualdad y fraternidad que ha sido el encanto de muchas almas. Esta juglería, muy franciscana, no obs– ta el que tengamos que afirmar que Francisco se sintió más bien «el juglar de Dios». SEGUNDA VIVENCIA: Cristo Crucificado En el capítulo II de su obra, Das Erde eines grossen Her– zens, L. Casutt se esfuerza en mostrar que el ideal caba– lleresco nos da la clave para leer en el alma de Francisco e interpretar su actuación al frente de los suyos en el de– sarrollo de la orden. Pese, con todo, a los motivos que alega el doctor investigador, con lo que prueba, más bien que su tesis, la persistencia del ideal caballeresco en el alma de Francisco, pensamos que en los días de su conversión, en esos en los que tiene lugar el tan comentado dicho del santo: «exivi de saeculo», se inicia en lo Íntimo de su alma otra vivencia más potente: la de Cristo Crucificado. Esta vivencia es la segunda cronológicamente, pero ya no tendrá tercera que la supere en importancia. Las que vengan en pos -hasta la séptima-, ampliarán a ésta y la robustecerán. Nunca la aminorarán ni le harán som– bra. Nos hallamos, pues, en el núcleo de la espiritualidad del Santo. Tanto es así que juzgamos a esta su viven– cia de Cristo Crucificado, «y la más profunda y la más perenne». Anotamos de entrada en nuestro análisis que esta vi– vencia culmina en uno de esos estados excepcionales de la conciencia, justamente llamados situaciones límites. Ya dijimos que las situaciones límites sitúan a la conciencia cara a sus problemas últimos. Los existencialistas hablan entonces de angustia ante el pecado, la muerte, la transi– toriedad, la nada... En Sa~ Francisco quedan estas tétri– cas vivencias marginadas ante la figura viva de Cristo SUPLEMENTOS ANTHROPOS/26

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