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ANÁLISIS E INVESTIGACIÓN ARGUMENTO naturalismo, no es cristiana. Elaborar una filosofía cristiana supone, de algún modo, liberar a la filosofía del necesitarismo grie– go en favor de la libertad. Esta fue, como resulta de todos conocido, la gran polémi– ca del averroísmo, en la segunda mitad del siglo XITI. Cuando Escoto, pocos años después de la condenación de 1277, se plantea en la cuestión quodlibetal XVI el tema de la libertad de la voluntad y la nece– sidad natural, lo concluye con estas pala– bras: «Aunque Dios viva necesariamente con vida natural y con necesidad que ex– cluye toda libertad, con todo, quiere libre– mente vivir con tal vida. Luego no pone– mos bajo necesidasf la vida de Dios en cuanto amada por El con voluntad libre». Dios es liberalidad pura, y las cosas, inclui– da la razón natural, son porque Dios las quiere, no al revés. Algunos, como Gilson, han visto en tal posición una incongruen– cia filosófica, ya que el principio de la inte– ligibilidad, y por tanto el objeto de ésta, consiste en encontrar la relación necesaria entre los principios y las consecuencias. De ser esto así, cristianismo y filosofía no sólo serían incompatibles, sino que el cris– tianismo habría acabado con la filosofía. La actitud del P. Enrique Rivera ha sido muy distinta. Heredero de la tradición franciscana, estudioso, ya desde sus años de doctorado, del tema del voluntarismo, el P. Rivera ha apostado por Sócrates, pero no por el Sócrates racionalista y naturalista a ultranza, sino por el Sócrates dialéctico, pedagogo, mayeútico, que intenta alum– brar en el hombre lo mejor de sí mismo. Cuando Sócrates comparece ante el tribu– nal que le acusa de corromper a la juven– tud, dice ante la concurrencia: «Varones atenienses: Os respeto y quiero, pero es preciso que obedezca antes al dios que a vosotros. No puedo dejar de filosofar. Y al toparme con alguno no dejaré de repro– charle: ¿Cómo tú, siendo ateniense, mo– rando en lo mejor de las ciudades, no te avergüenzas de acumular riquezas y de cuidar de tu fama, y no te preocupas de ha– cer tu alma lo mejor posible?» (Apol., 29- 30). El superlativo hos aríste, que ya en– tonces se utilizaba para designar la arista- • cracia de fama y dinero, Platón lo eleva, con gran habilidad dialéctica, a la condi- , ción de propiedad moral o del alma. Esa ha de ser la función de la filosofía, alumbrar en cada alma lo mejor de ella misma, hacer que cada una sea «lo mejor posible». Para esto hay que poner en práctica un 90/ ANTH ROPOS 122/123 Platón Teeteto método, que Platón describe en el Teeteto. Allí nos cuenta, en efecto, cómo Sócrates ejercía su arte de alumbrar o dar a luz lo mejor de cada persona, el arte de la ma– yéutica. A diferencia de su madre, que ha– bía cultivado la mayéutica en su sentido originario, es decir, ayudando a alumbrar cuerpos como comadrona, Sócrates dice que quiere ayudar a alumbrar «ideas» en la mente de los jóvenes. Y para precisar el sentido exacto de este proceso, Sócrates utiliza tres participios: methóntes, eurón– tes, tekóntes, «aprendiendo», «descu– briendo», «alumbrando». Al primero le antepone una partícula negativa, oudén, porque los jóvenes no pueden aprender de Sócrates, sino de su propia alma. «Resulta evidente que no aprendiendo nada de mí, sino, por el contrario, encontrando y alumbrando en sí mismos esos numerosos y hermosos pensamientos, progresan con maravillosa facilidad, tanto a su vista como a la de los demás» (Teet., 150 d). Yo he aprendido la exégesis de estos textos platónicos del P. Rivera y pienso que definen perfectamente lo que ha sido su vida intelectual y docente: no la trans– misión de una verdad dogmática y clausu– rada, menos la imposición de esa verdad, sino la búsqueda conjunta y comunitaria de esa verdad. La función del maestro no es tanto transmitir contenidos concretos, sino actitudes intelectuales y humanas. Al comienzo del diálogo Cármides, el joven del mismo nombre le dice a Sócrates que él ya sabe en qué consiste la sabiduría, y todo el trabajo de éste va a consistir, sim– plemente, en mostrarle cómo esa creencia es falsa e infundada. Llega un momento en que Cármides tiene que confesar abier– tamente que no sabe en qué consiste la sa– biduría. Y entonces Sócrates le responde: vamos juntos, pues, a buscarla. Esta sería la auténtica actitud intelectual. Si el arte de alumbrar ideas es un cami– no que ambos tienen que recorrer juntos, maestro y discípulo, no es de extrañar que el enriquecimiento sea mutuo. Como Só– crates, todo verdadero pedagogo ha podi– do decir en múltiples ocasiones, como yo le he oído repetidas veces al P. Enrique Rivera: «¡Qué cosas me hace decir este joven en las que nunca había pensado!». La filosofía es un diálogo entre personas, una comunidad de comunicación. No es– tán lejos estos planteamientos de lo que, por vías muy distintas, han acabado afir– mando Habermas y Apel. Quiero finalizar estas breves reflexio– nes retomando al principio. Al comienzo del libro séptimo de la República Platón hace decir a Sócrates lo siguiente: «Lo úl– timo que se percibe, aunque difícilmente, en el mundo inteligible es la Idea de Bien, idea que, una vez percibida, da pie para afirmar que es la causa de todo lo justo y hermoso que existe en todas las cosas. En el mundo visible ha producido la luz y as– tro señor de ésta. Y en el mundo inteligi– ble, la verdad y el puro conocimiento». Nace así la gran metafísica del Bien, que halló su fórmula estereotipada en el prin– cipio neoplatónico: Bonum est dijfusivum sui. Ya he dicho antes que a este tema ha dedicado el P. Rivera muchos de sus me– jores trabajos desde la ya lejana tesis doc– toral sobre el voluntarismo de San Buenaventura. En un principio fue la mera reivindicación del voluntarismo, frente al intelectualismo desbordado. Luego, con el tiempo, su posición fue haciéndose más matizada, eliminando de ella, no en último lugar por influjo de M. Blondel, todo sedi– mento de neoplatonismo emanatista, y po– niéndola más en línea con el pensamiento bíblico de la creación libre. De este modo, ha pasado el bonum est dijfusivum sui, a la postre tremendamente necesitarista, a la agápe neotestamentaria, entendida como amor libera/is, como pura liberalidad. Este amor es la esencia de Dios, y de todo proceso auténticamenté humano de donas ción y comunicación. Él el principio y fin de todo, y en él consiste la verdadera filo– sofía. Véase ahora cómo, por un camino nuevo y a la postre insospechado, el P. Ri– vera ha acabado siendo fiel a la gran con– signa de sus maestros franciscanos, hacer de la filosofía una verdadera sapientia. Era una empresa que merecía la pena.

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