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ANÁLISIS E INVESTIGACIÓN ARGUMENTO 11. Visión final Esta tan escueta visión del pensamiento del profesor E. Rivera de Ventosa mues– tra la índole íntima de su pensamiento: la sabiduría cristiana. Pese a la coyuntura social de los años en que se formó, los treinta y cuarenta de nuestro siglo, a mi entender poco favorables en España a la «apertura» del pensamiento de quienes eran eclesiásticos o miembros de órde– nes religiosas, nuestro autor fue de la mi– noría que superó aquellas circunstancias. El contenido de su obra muestra una vo– luntad radical de conocimiento realizado luego de un modo sabio, cristiano y fran– ciscano. Al tratarse de un profesor de historia de la filosofía, conviene indicar su buena información y su talante abier– to, aunque su interpretación de la histo– ria del pensamiento pertenezca al mode– lo lineal genético en su versión bíblico– cristiana. La Sapientia Christiana es la auténtica sabiduría; la filosofía pura, o la ciencia pura son concepciones erradas. Sobre los frutos y eficacia del talante con · que desarrolla nuestro autor tal sabiduría no tengo duda alguna, pues son eviden– tes; su culminación en una teoría abierta del amor me parece fundamental en el saber cristiano, e incluso me atrevo a pensar que aún cabría un paso más: si se ve el amor-agápe como pura efusión (pienso que es el fondo de la idea pauli– na), cabe dirigirlo hacia Dios, pues Jesús de Nazaret dijo que cuanto se hiciese al prójimo necesitado (y siempre lo está de amor) a él mismo se le hacía. Por último: es digno de destacar la perenne confe– sión de su condición de pensador cris– tiano, como recordó en su lección jubi– lar. En estos tiempos nuestros en que está de moda disimular las raíces íntimas de nuestro ser y pensar, tiene más valor proclamar lo que en el fondo se es radi– calmente. 86/ANTHROPOS 122/ 123 Enrique Rivera de Ventosa El profesor Rivera, intelectual cristiano en nuestro tiempo Ciríaco Morón Arroyo La obra del profesor Rivera realiza el ideal del intelectual cristiano en su actitud de ge– nerosidad y entusiasmo ante el mundo y la cultura. Sus estudios abarcan la historia de la cultura occidental en tres focos de con– centración: el sentido de la historia, las for– mas fundamentales del amor y el francisca– nismo. Se explican estos conceptos, se apunta a su virtualidad y se alude a su im– portancia en el mundo de hoy. Cada escritor tiene una relación distinta con sus propios textos. Algunos pueden pasarse la vida escribiendo sin llegar a escribir nunca los libros que hubieran deseado; otros presentan distintos gra– dos de distancia, y otros se revelan de tal modo en sus escritos, que los estudios más impersonales tienen un sabor de au– tobiografía. El profesor Enrique Rivera me parece estar entre los últimos. Al leer su magnífico texto sobre el humanismo cristiano publicado en estas páginas, puede apreciarse no sólo la exposición científica, sino la presencia entusiasta del hombre cristiano asistiendo al des– pliegue de la historia. Cuando va a pre– sentar la fusión de cultura pagana y bí– blica en San Agustín exclama: «En este instante nos parece necesario respirar a gran pulmón. Nos hallamos ante uno de los momentos gigantes del espíritu de Occidente». En la lista de publicaciones del profesor admira el número de recen– siones bibliográficas que ha redactado. ¿Por qué un hombre de su saber y origi– nalidad dedica tanta energía a los traba– jos de otros? Sólo encuentro una expli– cación: generosidad, afán de diálogo, de– seo entusiasta de seguir aprendiendo, de perfeccionarse. Yo puedo dar testimonio del entusias– mo y generosidad del P. Rivera. El año académico 1956-57 tuve el privilegio de asistir a un curso monográfico suyo en la Universidad Pontificia de Salamanca. Se titulaba «El constitutivo metafísico del ser finito» . En aquellos años de predomi– nio del neotomismo, incluso en las facul– tades de filosofía de la Universidad esta– tal, el estudio de la escuela franciscana junto a la tomista era ya una novedad y un signo de abertura. El recuerdo de aquel curso me ha permitido clasificar en cuatro las condiciones de la enseñanza ideal: competencia, entusiasmo, prepara– ción inmediata de cada clase y generosi– dad con los estudiantes. En estos últimos meses la revista norteamericana The Chronicle ofHigher Education, semana– rio importante sobre la enseñanza univer– sitaria en Estados Unidos, viene descri– biendo la desazón y la convicción muy extendida entre muchas personas de que la investigación daña a la calidad de la enseñanza. La mayoría al parecer en– cuentra incompatibles las dos funciones. Ejemplos como el del P. Rivera, de hace tantos años, me sirven para tomar postura frente a una pregunta que parece tan ac– tual. La enseñanza, que nos obliga a for– mular preguntas y respuestas con clari– dad para el estudiante, nos ayuda a for– mularlas con claridad para nosotros y nos sugiere problemas de investigación. Y sin una competencia básica que sólo puede venir de la vocación investigadora, el docente, sobre todo en humanidades, repetirá con aburrimiento lo copiado o será un entretenedor ameno, carente de contenido. Podría seguir enumerando muchas cosas aprendidas del querido pro– fesor que después me elevó al plano de amigo. De estos recuerdos, convertidos en categoría objetiva, surgiría la imagen del hombre cristiano y franciscano que se inscribe en su texto sobre el humanismo. Pero no sería clara la divisoria entre la gratitud personal y la valoración profe-

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