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ANÁLISIS E INVESTIGACIÓN ma es la «recapitulación» -«anake– phalaiosis»- de todas las cosas en Cris– to. En este siglo ha hecho suya esta perspectiva paulina P. Teilhard de Char– din, al concebir la ascensión biológica e histórica de la humanidad como un mo– vimiento hacia Cristo, Punto Omega, en el que, al fin, convergirán todos los seres. Cuatro gradas escalares distingo en esta marcha de mi pensamiento. De cada una de ellas, un breve apunte. a) La lectura asidua de la Biblia me ha hecho vivir en un clima universalista. La primera página de la misma da cuenta del prometedor orto de la Humanidad, fruto de una sola pareja, testimonio pe– renne de que todos somos hermanos. Cuando llega la plenitud de los tiempos, San Pablo proclama en su Carta a los Gálatas (3, 28): «En Cristo no hay ni ju– dío, ni griego, ni siervo ni libre, ni hom– bre ni mujer». Y a los Colosenses (3, 11) escribe que respecto del Creador «ya no hay griego o judío, circuncisión o incir– cuncisión, bárbaro o escita, siervo o li– bre, porque Cristo lo es todo en todos». El pensamiento cristiano hizo suyo el universalismo bíblico. Uno de sus máxi– mos representantes, San Agustín, tiene el mérito de haber intentado, por primera vez, dar razón de la marcha histórica de la Humanidad, como la marcha de una única y numerosa familia. Sus deficien– cias epocales no restan mérito a esta grandiosa obra. No obstante, una crítica al día ve en ella más un programa de magnífico contenido que una realización lograda. De ella ha vivido el pensamien– to cristiano casi hasta nuestros días: para gloria del gran Agustín de Hipona y re– proche para quienes no han sabido ni co– rregirlo ni completarlo. Pensadores vin– culados a San Agustín, Bossuet, De Maistre, De Bonald, Dioniso Cortés, han pretendido poner al día el intento agusti– niano. Pero su falsa visión de los cami– nos de la Providencia en la Historia ha desvirtuado la genial perspectiva ex– puesta en De Civitate Dei. b) Mi preocupación por lafilosofía de la historia me incitó a comunicarme con Alfonso Querejazu, profesor del Semi– nario de Avila en tomo a 1960. En los encuentros que tuve con él, en su misma casa, sintonizamos plenamente. Con X. Zubiri recordábamos que «la metafí– sica griega, el derecho romano y la reli– gión del Israel... son los tres productos más gigantescos del espíritu humano». Acordes en lo de la religión, él tiraba más por el derecho romano y yo por la metafí– sica griega. Pero tomé conciencia de que su rico caudal románico debía enriquecer mi visión de las raíces de nuestra cultura. Desde entonces mis escapadas al derecho romano han sido frecuentes y siempre 66/ ANTH ROPOS 122/123 AUTOPERCEPCIÓNINTELECTUAL Enrique Rivera de Ventosa y Noboru Kinoshita provechosas. Como en el caso de los pro– blemas ético-políticos suscitados por el descubrimiento de Amé.rica. Imposible tomar conciencia de ellos al margen del derecho romano. Recuérdese su concep– ción del «jus belli>>, de tanto influjo, aun– que poco ponderado, en los orígenes de la esclavitud de indios y negros. En mis coloquios con A. Querejazu saltaron, como tema, dos grandes filó– sofos de la Historia. Ambos ingleses: Ch. Dawson y A. Toynbee. Del primero había oído ponderar su obra sobre Los orígenes de Europa, que no había caído en mis manos, aunque sí otras. A. Quere– jazu me entusiasmó por este gran histo– riador, católico converso demasiado ol– vidado. Al margen de algunas de sus preferencias no aceptables, su tesis fun– damental me pareció muy fundada: o Europa vuelve al sentido cristiano que la nutrió de lo mejor que tiene, o Europa se queda -¿está ya?- al margen de la marcha de la Historia. Respecto de A. Toynbee los coloquios me hicieron dar un vuelco. Lo conocía por sus volúmenes en tomo al Estudio de la Historia. Me dolía su tesis sobre el proletariado interno de Roma, constitui– do por los cristianos. Motivó este prole– tariado la ruina y decadencia de Roma. Repetía la conocida tesis de su connacio– nal ilustrado, Gibbon. Pero A. Quereja– zu, que tuvo a A. Toynbee de huésped a su paso por Madrid, me hizo ver la im– portancia creciente que el gran histo– riador da a la religión como fuerza his– tórica. Pude comprobar tan grata obser– vación con la lectura de la obra de A. Toynbee: El historiador y la religión. Reafirmó su actitud en el Congreso In– ternacional de Salzburgo: El porvenir de la religión. En la comunicación que conservo en mi archivo de notas -por. enfermedad no pudo leerla- anunciaba que la Humanidad se hallaba sin salida alguna, abocada a una sima irreversible, si no hallaba en las altas religiones -cristianismo, budismo, mahometa– nismo, etc.- una fuerza espiritual que la elevara a mejores altitudes. De todo esto conversamos, y mucho aprendí en la casa del Dr. A. Querejazu. Su figura de hombre bueno y cordial son de las inolvidables. c) Oí en mis años jóvenes - no re– cuerdo cuándo ni dónde- que el Papa Pío XI, director, un tiempo, de la Biblio– teca Ambrosiana de Milán, formuló este juicio sobre la obra del historiador suizo, G. Schnürer, Kirche und Kultur in Mitte– lalter: «la obra de toda una vida». Por malaventura de la cultura patria, de sus tres volúmenes sólo el primero ha sido publicado en español, a mérito de la Edi– torial Fax. Pero como los españoles, en vanguardia algunas editoriales, cum– plimos mejor con traducciones de con– tenido adocenado , la magna obra de G. Schnürer no tuvo aceptación y la editorial no pudo pasar del volumen l. Los tres juntos dan una perspectiva rea– lista y, al mismo tiempo, grandiosa de la Edad Media. El historiador católico no ha tenido reparo alguno en dar relieve a los baches morales de aquellos largos siglos. Éstos manifiestan que la historia de la Iglesia no es un ir adelante en línea ascendente. Es, más bien, un sube y baja, aunque en perspectiva siempre de mejores logros. Como pensador cristiano, he sentido viva emoción cuando este historiador subraya que la clave de por qué la Igle– sia se alza siempre de la sima de su pro– pio descenso es la presencia del espíritu que en ella late: de aquel espíritu que Je– sús prometió a los suyos y que durará a través de los siglos. Sucumben las so– ciedades humanas. Y no hay fuerza que las vuelva a su esplendor. Se hunde la Iglesia en la edad de hierro y en otras de no menor carencia moral, y surge de sus propias cenizas para venir a ser una Iglesia renovada . d) La última grada de mi escala hacia la recapitulación de todas las cosas en Cristo, meta final de mi visión de la His– toria, me la ofreció la publicación cla– morosa de los escritos de P. Teilhard de Chardin. Mi crítica en vela alzó siempre serios reparos a algunas de las afirma– ciones sustanciales, pero compromete– doras, de Teilhard. Pese a todo, me entu– siasmaba su visión optimista de toda la creación. Ya la Biosfera, pero especialmente la Noosfera, suben en convergencia hacia lo que llama, como es sabido, Punto Omega. «Tout ce qui monte converge»,

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