BCCCAP00000000000000000000451

ANÁLISIS E INVESTIGACIÓN AUTOPERCEPCIÓN INTELECTUAL mientras que los obispos alemanes la proclaman «ante la boca del lobo». En efecto; advierten los obispos que no se limitan a defender los derechos eclesiales, sino que también están <ifür die allgemeine menschlichen, gottver– liehenen Rechte der Menschen» -a fa– vor de los universales derechos huma– nos, dados por Dios al hombre-. Sin la garantía de poder ejercer estos dere– chos, sentencian proféticamente estos obispos: «Muss die ganz abendliindi– sche Kultur zusammenbrechen» -«se hundirá la cultura de Occidente»-. Evoca esta sentencia la conocida obra de O. Spengler, La decadencia de Occi– dente. Pero con qué signo tan distinto. Porque juzgo esta declaración de gran relieve histórico, me place citar textual– mente los principales derechos defendi– dos en dicha Carta Circular. l. Derecho a la libertad: «Jeder Mensch hat das natürliche Recht auf personliche Freiheit... Wir deutschen Bischofe protestieren gegen jede Mis– sachtung der personlichen Freiheit». 2. Derecho a la vida y a los bienes ne– cesarios a la misma: «Jeder Mensch ... ». En este apartado se enfrentan contra la eliminación de los «unproduktive Volksgenossen», ya denunciada por el obispo Von Galen, según vimos. 3. Derecho a la posesión y uso de los bienes propios contra caprichosos ata– ques: «Jeder Mensch ... ». Protestan aquí sobre todo contra las múltiples expulsio– nes de los religiosos que han sido forza– dos a abandonar sus casas. 4. Derecho al honor contra la men– tira y la calumnia: «Jeder Mensch... ». Denuncian los obispos el caso frecuente de que sacerdotes y seglares, valientes defensores de la patria, sean tenidos por traidores y enemigos del país. Termina la Carta Circular pidiendo al pueblo cristiano que se mantenga fiel a Cristo como también es fiel a la patria. Y que Dios conceda tanto a la nación como a la Iglesia una dichosa paz dura– dera -«einen glücklichen dauernden Frieden» (palabras finales). Advierta el lector las dos primeras palabras que se van repitiendo en cabe– za de las cuatro proclamas: «Jeder Mensch ...». En un momento en que el Estado alemán proclamaba oficialmente el racismo con sus inicuas injusticias di– ferenciadoras, los obispos alemanes pro– claman ante el omnipotente Estado que «todo hombre tiene derechos ...». Pensa– ban, sin duda, en el judío semita y en el polaco eslavo, con saña perseguidos, aunque no lo digan expresamente por no empeorar la situación. Esto, con todo, pertenece aclararlo a la historia, y ésta es muy compleja. Básteme aquí dejar cons– tancia de mi inmensa satisfacción por Xavier Zubiri haber podido leer, ya en 1942, esta de– claración de derechos humanos. A estos documentos que tanto hablan puedo añadir el acorde pleno de mis compañeros alemanes del Colegio Inter– nacional con las direcciones de sus obis– pos. Ya es mucho que me facilitasen los abundantes documentos que recibían, algunas de cuyas copias conservo. Pero guardo igualmente en mi memoria las sentidas charlas que frecuentemente te– nía con ellos sobre la situación religiosa en su nación. Por un contraste epoca! conservo el informe que me dio uno de ellos, escrito en un latín medieval inge– nuo. Con regusto evocador recopio dos líneas del mismo: «Episcopi sunt confes– sores -testigos hablantes-, etiam sacerdotes non silent. Multitudo cogitat et multi qui erant apostatae convertun– tur». Repito que no hago historia. Pero ofrezco estos datos vivos y objetivos que pueden contribuir a la clasificación de un momento tan violento y apasionado como el de la Segunda Guerra Mundial. Tras el episcopado alemán se hallaba Pío XII. Su figura, grandiosa en vida, no sólo ha oscurado, sino que se ha exacer– bado en él una crítica dura. Por mi parte vuelvo a repetir que no hago historia sino mi biografía, en la que debo decla– rar lo que pensaba de Pío XII en mis años romanos. Formado en mi juventud religiosa bajo las direcciones exigentes de Pío XI, plas– madas en la encíclica Ad catholici sacer– dotii, la alta estima que formé de este Papa la trasvasé a su sucesor Pío XII. Ad– vertí, sin embargo, en este Papa una ma– yor abertura en la formación clerical, que cristalizó en la Menti Nostrae de 1950. Tal vez lo que más disfavor le hizo a este Papa fue la conciencia exa– gerada de su valía. En mis años roma- nos entreveía tan sólo este defecto. Aho– ra culpo de ello en gran parte a aquel mal espíritu de adulación que humeaba por doquier en Roma -también en mi Universidad- y con el que nunca me sentí en buena conciencia. Ello motivó que se ensanchara mi pecho de pensador cristiano cuando este mismo Papa, año 1950, se dirige a los periodistas católicos para contribuir a formar «la opinión pú– blica» en la Iglesia. Y pone en guardia contra ese dualismo opuesto que tanto siempre me ha repugnado: El servilismo mudo, la adulación, en leng-.iaje usual, y la crítica sin control, el anulador criticis– mo. Pero si viviera y me admitiera a otra pequeña audiencia, tal vez osara decirle que a su propia vera tenía L' Osservatore Romano con claro rezumo servilista. Debo confesar que durante mis años ro– manos lo leía hasta con emoción. Más to– davía cuando a la salida del Vaticano la guardia fascista lo arrebataba de las ma– nos de los curas, a los que mandaba «a dire la messa a non fare politica». Un día entro en la habitación del director del Co– legio Internacional, holandés según ya he dicho, quien leía L'Osservatore... «Ma molto bravo», me dice lleno de satisfac– ción. Pensaba yo entonces que en aquel momento difícil y comprometido estaba en su punto. Pero cuando viene el cambio de Juan XXIII y el gesto laudatorio hacia el nuevo Papa sigue igual con olvido del anterior, caí en la cuenta de que L' Osser– vatore.. . no se propone crear una serena opinión pública dentro de la Iglesia, sino más bien hacer de resonador de las direc– ciones, tanto doctrinales como prácticas, del que manda. Un hecho que me acaecié años después pone en más relieve lo dicho. Invitado a un congreso organizado por Incontri Cul– turali me hallaba en Barcelona donde leí en L' Osservatore Romano un largo razo– namiento sobre la obligación que tenían monseñor Lefebvre de obedecer al Papa. Así lo comenté con otro profesor: «Y yo añadiría a las diez razones dadas otras diez. Y serían veinte. Pero L' Osservato– re ... no comenta las razones, reales o su– puestas, que aduce el grupo disidente. Esto pedía la opinión pública de la Igle– sia. Y hasta el mismo Papa debía recoger esta opinión pública para su orientación en el obrar y para su refrendo al decidir». En este momento ya razonaba desde las palabras de Pío XII a los periodistas, y que el nuevo Código Car.ónico, c. 212, hace suyas. A la insinuación de mi cole– ga, invitándome a escribir sobre ello, le respondí que no había aún llegado la hora. Con el Vaticano II y el nuevo Código ha lleg·acto para el intelectual católico hasta la obligación de contribuir a crear una recta opinión dentro de la Iglesia. Es hoy para él una incumbencia irrenunciable. 122/123 AtHHROPOS/55

RkJQdWJsaXNoZXIy NDA3MTIz