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ANÁLISIS E INVESTIGACIÓN AUTOPERCEPCIÓN INTELECTUAL para la gran diplomacia vaticana. Pero el corazón del gran Papa estaba sobre las altas exigencias diplomáticas. Entre los humeantes escombros quería sentirse más que nunca Padre y Pastor de su pue– blo, al que lleva el consuelo de su pre– sencia. Yo contemplé el desolador espec– táculo a la mañana siguiente. La basílica de San Lorenzo medio derruida apenaba mi sentido religioso y repugnaba a mi sensibilidad histórica. Sus alrededores proclamaban con gigantescos escombros que por allí había pasado el ángel de la guerra y de la muerte. Dos sucesos, en contraste, se grabaron en mi memoria para siempre: un supremo dolor humano y un definitivo consuelo divino. El su– premo dolor humano lo vi encarnado en aquel buen padre de familia, el cual, casi sin aliento, corre a echarse en brazos de uno de los PP. Capuchinos que atienden a la basílica, para decirle con palabras entrecortadas: «Da ieri sera ho perduto i miei tre bambini...». El consuelo defini– tivo lo hallé a la entrada del gran cemen– terio de Roma, desde antiguo llamado «del Verano». Qué profanación de la paz de los muertos. Qué vahos de fetidez para proclamar la hipocresía humana de las tumbas. Qué negra desesperanza ante aquella macabra visión. Y, sin embargo, intacta se hallaba a la entrada del vene– rando cementerio la estatua esbelta de Cristo Redentor, a cuyos pies se leía en grandes letras: «Ego sum resurrectio et vita». Nunca me han parecido más ver– daderas estas palabras que sólo Cristo se ha atrevido a pronunciar y sólo su poder hacerlas efectivas. Como pensador cris– tiano es una de las imágenes de Cristo que conservo con más arraigo en el seno de mi memoria. Al llegar aquí en mi relato me siento obligado a emitir mi opinión sobre la marcha de los sucesos en Italia hasta lle– gar a la situación que acabo de describir. Punto de partida de mi reflexión es el ambiente de optimismo y euforia patrió– tica que se respiraba en Italia al llegar yo en noviembre de 1939. Se tenía entonces plena confianza política en el fascismo, que dirigía su jefe B. Mussolini. Tres motivos explican esta confianza. Prime– ro, la paz social con disciplina y orden, lograda por Italia, después de largos años de agitación, a partir de 1922, año en que el fascismo, por medios no siem– pre justos, impuso su horma al Estado. Segundo, los pactos de Letrán con la Santa Sede. Éstos llevaron tranquilidad a millares de conciencias, dilaceradas en– tre su colaboración con un gobierno ex– comulgado y su obligación de servir a la patria. Contra lo que se ha escrito mali– ciosamente sobre los aneglos de la polí– tica vaticana con el poder reinante, pien- 52/ANTHROPOS 122/123 so que el aquietamiento dado a millones de conciencias cristianas, leales a su Iglesia y a su patria, fue la raíz más jugo– sa del entusiasmo popular por la obra del fascismo. Una conciencia sacerdotal cala fácilmente en este motivo. Pero queda en penumbra para doctos historia– dores. No es la única vez que esto acaece en historia. Tercero, los éxitos interna– cionales. Este motivo era muy ambiguo e inconsistente. Ambiguo, por no decir falso, era el imperialismo fascista, retor– no al cesarismo pagano de Roma. De momento logró éxitos espectaculares: la anexión de Albania y la fulminante ocu– pación de Etiopía contra sanciones eco– nómicas internacionales, superadas por el pueblo con patriótico entusiasmo. Au– mentó la euforia nacional la feliz inter– vención en España en apoyo de los ven– cedores. Quienes estuvimos largos me– ses amenazados de muerte y lloramos a nuestros profesores y hermanos en reli– gión, vilmente asesinados por decenas, agradecimos a Italia su ayuda y rezamos por sus caídos en España. Pero este agra– decimiento no impide ver que la lacra magna del fascio italiano fue su «cesa– rismo». Mussolini quiso repetir las ges– tas de César con el mismo sentido paga– no. Esto fue lo que incitó a Italia a entrar en guerra y que pasara del entusiasmo patriótico de 1939 a la tragedia de 1943, que muestra en gran escala el bombar– deo de Roma y su secuela inmediata: la caída del fascismo. Una anécdota, por mí vivida, pone al rojo el imperialismo del fascio . En 1940 visitaba con otros amigos las construc– ciones de la planeada «exposición del 42». En recuerdo a los veinte años del fas– cío en el poder. Un oficial nos iba seña– lando los lugares reservados para las di– versas naciones. «¿Y para España?», pre– gunto yo. A lo que responde fríamente: «Ormai la Spagna e finita» . Y sigue: «Después de acabar la guerra nos la divi– diremos entre Italia y Alemania». Al ins– tante me declaré español. No hace falta decir lo que siguió a esta declaración mía. Ahora sólo me toca subrayar que este fatuo imperialismo fascista, fue para Italia causa primaria de la guerra. Mus– solini quería reproducir hasta el detalle las gestas de Julio César: la entrada de éste en Alejandría, etc. Pero cuando las cosas le fueron mal, al desembarcar los americanos en Sicilia, exclamó impoten– te y desilusionado: «La storia ci a presso perla gola». Pero una iluminada filoso– fía de la historia no carga a la historia, como tal, la culpa de la tragedia italiana, sino a los ciegos y soberbios rectores de la gran nación. Uno de los procedimientos de estos rectores me dio muy en rostro. Aludo a la ignorancia, no sólo en el pueblo sino también en la clase culta, fomentada por el fascismo, al exagerar sus valores y menguar los de sus enemigos. Sólo así se explica que, haciendo mi camino diario a la Universidad, un colega italiano, al pa– sar por delante de la embajada de los Es– tados Unidos, el día en que Mussolini les declaró la guerra, me diga: «Ha llegado la hora de que les ajustemos las cuentas porque se lo quieren todo para ellos. A los emigrantes italianos los miden y cua– driculan, como si fueran bestias...». Y yo iba recordando para mí el cuento del ra– tón que amenaza al gato... Sin embargo, no todos los italianos piensan así, me de– cían unos compañeros irlandeses, nada afectos a las potencias sajonas. Muchos han estado allí y temen el inmenso poder de los Estados Unidos. Todo lo cual re– fleja en verdad la ignorancia educacional fomentada por el fascismo. En el centro, lo suyo. En la periferia y como marco de relieve, lo de los demás. La gran cultura de la latinidad, uno de los máximos va– lores de la inmensa cultura humana, ha quedado desvirtuado por esta mentali– dad cicatera, que tanto fomentó el fascis– mo y que sólo hombres eminentes, como Panini, Sciacca y otros, han sabido supe– rar, hasta elevarse a la gran misión que tiene esta cultura en el momento presen– te. Por mi parte, juzgo que la latinidad, heredera del gran legado helénico, aden– sa en sí máximos valores humanos. En estos días de ecumenismo debe confron– tarlos con los de otras altas culturas. La guerra vista del lado alemán tuvo ya inicialmente signo más peyorativo. A la idea imperial pagana, que hace suya el fascismo, unió una implacable lucha ra– cial. Fue desorientador que en los años anteriores a la guerra no se viera en claro esta paganía y la crueldad que la acom– pañaba. En parte motivó este embrollo el Concordato con la Santa Sede, firmado el 20 de junio de 1933. La crítica malé– vola vio en él un reajuste más de la Santa Sede con el poder político, cuando, en verdad, fue un noble intento por frenar previsibles excesos. Así me lo testifica– ban mis compañeros alemanes del Cole– gio Internacional. Cuatro años más tar– de, marzo de 1937, Pío XI, el Papa del Concordato, envió una encíclica a los obispos alemanes: Mit brennender Sorge. Desde ese momento para ningún católi– co debió haber lugar a engaño. Pero el engaño siguió en gran parte, al menos en España. A mi regreso de Roma, agosto de 1943, me detuve en la basílica del Pi– lar. Mantuve con algunos canónigos de la misma un vivo diálogo al saber éstos que regresaba de Roma. Ante el peligro del comunismo ateo temían que la derro– ta de Alemanja pudiera ser su triunfo en España. Les respondí que en momentos tan críticos era todavía peor la victoria

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