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ANÁLISIS E INVESTIGACIÓN cardenal arzobispo de Quito. Sin embar– go, en el Colegio Español no se respira– ba pesimismo alguno y se veía el futuro hispano con ojo esperanzador. Contri– buía a ello el que en los centros docentes el español era muy tenido en cuenta por su inteligente espíritu de trabajo. Quede aquí constancia de esto contra infunda– dos complejos. Pero también contra nuestra atávica carencia de método que tanto ha perjudicado al desarrollo de las ciencias eclesiásticas en España. Tan al– tas un día. Y tan bajas en otro. Mis cuatro años en la Universidad Gregoriana. Como preámbulo a esta ex– periencia central en mi vida de estudio he escrito las páginas anteriores. Paso ahora a recordar estos cuatro años universita– rios transcurridos en mi «alma mater>>. Al defender mi tesis doctoral, en el acto académico más importante de mi vida universitaria, declaré que la Gregoriana había venido a ser para mí lo que acabo de decir: «alma mater>>. A algún oyente le pareció excesivo. Hoy, a la vuelta de más de medio siglo, debo ratificarlo. «Mater>> por el jugo mental que succio– né a su pecho docente. «Alma» por ha– berse realizado entre sus muros lo que este adjetivo significa, como derivado del verbo «alo» -nutrir, alimentar. La Gregoriana en verdad me ha sido peren– ne alimento nutricio. Todavía poso con frecuencia mis ojos sobre aquellas notas que escribí hace más de medio siglo. Siempre son un recuerdo lúcido que me abre nuevos horizontes. Y, sin embargo, mi lealtad hacia la misma y el compromiso con mi concien– cia me obligan a anotar no sólo sus lo– gros múltiples sino también sus fallos en un análisis crítico que no debo rehuir. La gravedad del caso, con ser ya grande, au– menta ante el hecho de que la Universi– dad Gregoriana tenía ante sí, como nor– ma, la Constitución Apostólica, Deus scientiarum Dominus, promulgada por Pío XI, en la fiesta de Pentecostés, 24 de mayo 1931. La Gregoriana estaba obli– gada a seguirla. Pero es innegable que algunos de sus fallos tienen su fuente en dicha Constitución Apostólica. ¿Puedo yo, como pensador cristiano, encanume con el documento papal y con su positi– va o negativa repercusión en la docencia de mi Universidad? A pregunta tan comprometedora me siento obligado a dar una respuesta afir– mativa. Fundo esta actitud en el Código de Derecho Canónico, promulgado en 1983. Al determinar los derechos y debe– res de todos los fieles, el canon 212 § 3 da esta prescripción: Pro scientia, competentia et praestantia quibus pollent, ipsis (christifidelibus) ius est, 48/ANTHROPOS 122/123 AUTOPERCEPCIÓN INTELECTUAL immo et aliquando ojficium, ut sententiam suam de his quae ad bonum Ecclesiae perti– nent sacris Pastoribus manifestent eamque, salva fidei morumque integritate ac reveren– tia erga Pastores, attentisque communi utili– tate et personarum dignitate, caeteris christifidelibus notamfaciant. (Los subrayados son míos) Tienen (los fieles) el derecho y a veces el deber, en razón de su propio conocimiento, competencia y prestigio, de manifestar a los Pastores sagrados su opinión sobre aquello que pertenece al bien de la Iglesia y de mani– festarla a los demás fieles, salvando siempre la integridad de la fe y de las costumbres, la reverencia de los Pastores, y habida cuenta de la utilidad común y de la dignidad de las per– sonas. (Trad. en BAC, 1983, por profesores de la Univ. Pont. de Salamanca) El comentario en BAC subraya que aquí se sanciona el derecho a la opinión pública dentro de la Iglesia, no obstan– te las cautelas y limitaciones que se se– ñalan. Este canon, con su paralelo el 218, di– rigido a los teólogos, abre una nueva vía de máxima responsabilidad para el inte– lectual católico. Éste, a lo largo de si– glos, estaba habituado a recibir orienta– ciones que debía aceptar, exponer y adaptar a las circunstancias dadas. Cier– to es que con tiento y prudencia utilizaba el derecho de exponer a los responsables sus puntos de vista y hasta sus discrepan– cias. Pero no se había sancionado que contribuyera a formar la opinión pública dentro de la Iglesia. Es esta la grata no– vedad que respalda el nuevo Código de Derecho Canónico, al traducir en ley las orientaciones del Vaticano II sobre la responsabilidad que deben asumir todos los fieles en la marcha de la Iglesia. No estamos, sin embargo, preparados para proponer esta bienhechora crítica. Tenemos que añadir que no se nos ha preparado para ello. En mi larga expe– riencia discente y docente he podido constatar una respetuosa actitud hacia las orientaciones doctrinales, dadas por la autoridad competente. Mas este clima de comprensión serena ha tenido por la de– recha múltiples aduladores que, sin críti– ca alguna, han coreado con elogios infan– tiles las resoluciones tomadas por la autoridad. Frente a ellos, con menos rui– do pero tercamente eficaces, actuaban los críticos irrespetuosos, más de una vez amargados, que ponían en ridículo las orientaciones impartidas. Un caso modé– lico es el tomismo. Los más aceptábamos las normas eclesiales para nuestra fo1ma– ción. Proclamo de nuevo mi deuda con Santo Tomás. Pero en mi caso, que era el de otros muchos, protestaba, en mi inte– rior y en mis coloquios privados, contra las exageraciones unilaterales que en Es- paña Menéndez Pelayo denunció en su agria polémica con el tomista P. Fonse– ca. Los risibles ditirambos al gran doctor son todo un modelo de adulación repe– lente que al humilde santo fastidiarían. Pero es que, al extremo opuesto, la críti– ca negativa ha visto en el tomismo un instrumento de desmentalización cleri– cal y hasta de opresión política. A algún colega he oído decir que la Aeterni Pa– tris de 1879 ha sido la causa máxima del desfase del pensamiento católico en este siglo. Mi alma mater seguía la vía media de la prudencia, aunque ambientalmente no cabía una crítica que pudiera poner en sombra la doctrina de Santo Tomás. Debo, sin embargo, recordar dos excep– ciones de máximo influjo en mi vida intelectual: los profesores A. Naber y G. Gundlach. El primero, en sus ilumi– nadas lecciones de historia de la filoso– fía, hacía vivir a sus alumnos los valores positivos de cada sistema: de Parméni– des a Heidegger. Por lo que toca a Santo Tomás lo ponderaba comentando el di– seño que traza de él M. Grabmann. Pero lamentaba se repitiera hoy con Santo To– más el gesto de Averroes con Aristóte– les, al afirmar el comentador árabe que un tema es asequible a la razón sólo si Aristóteles, mentor de la verdad, lo ha propuesto. Contra tal gesto A. Naber re– cordaba el famoso texto de Santo Tomás en que éste declara no tener intención de exponer lo que otros dicen, sino tan sólo llegar directamente a la verdad. De don– de mi profesor concluía: para Santo To– más la autoridad como fuente del saber se halla en último té1mino. Qué contras– te, añadía, con los que hoy ponen siem– pre delante el nombre de Santo Tomás. Lo cual era constatable todos los días. El profesor G. Gundlach era muy cla– rividente en sus juicios ético-sociológi– cos. Recuerdo muy gratamente - pese a no danne nota brillante- su cursillo so– bre «F. de Vitoria y el derecho de gen– tes», como de lo mejor que he oído y es– tudiado sobre el tema. Se ha discutido si fue consejero doctrinal de Pío XII. Por mi parte lo juzgo indiscutible, ya que en ocasiones, v.g. sobre el derecho de emi– gración, lo que nos exponía en clase era repetido quince días más tarde por Pío XII con mayor audiencia. Pues bien; este simpático profesor G. Gundlach no tenía reparo en lamentar el centralismo de la Iglesia que cada día parecía hacerse en– tonces más absorbente. Claro está que después de su serena condena, ponía dos dedos en los labios para pedir el consabi– do silencio. Estos casos y algunos otros me hicie– ron reflexionar sobre problemas muy hondos en la vida intelectual católica. No afloraban a la superficie, pero esta-

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