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ANÁLISIS E INVESTIGACIÓN AUTOPERCEPC IÓN INTELECTUAL San Francisco de Asís echando a /os demonios de Arezzo, Giotto tonces al plano anterior: a nuestra natu– ral sociabilidad. La convivencia ciuda– dana que ha de surgir de la misma debe venir a ser la base y el punto de partida para el cultivo de los múltiples bienes ul– teriores. El máximo, para el cristiano, será siempre el religioso. Esta sexta etapa debe hacer reflexio– nar al pensador cristiano para no dejarse llevar por lo que suene o resuene en la calle. Y es de lamentar que de un cristia– nismo agresivo -más de una vez en tiempos pasados- se haya pasado a un cristianismo contemporizador. En oca– siones vergonzante, como pidiendo dis– culpa. El haberlo constatado en congre– sos de filosofía, sobre todo internaciona– les, me incita a denunciarlo aquí. Para gran fortuna de mi mente, también para el futuro pensamiento cristiano, nuestro máximo metafísico español de este si– glo, X. Zubiri, ha sido preclaro modelo de equilibrio mental católico. Altamente comprensivo con todo pensamiento dis– crepante del suyo, sin mínima agresión para nadie, no ha tenido rebozo alguno en escribir «cara al gran mundo intelec– tual» sus traslúcidos estudios: En torno al problema de Dios. El ser sobrenatu– ral: Dios y la deificación en la teología paulina. Con el contento de tener ante mí mo– delo tan preclaro cierro el relato del pri– mer periplo de mi navegación mental. Con mi vida universitaria en Roma se inicia un «déuteros plóus» de múltiples meandros, en ruta hacia la playa de mi propio pensamiento. Período 2. 0 :formación en la Universidad Gregoriana de Roma, Facuitad de Filosofía, años 1939-1943 En noviembre de 1939 mis superiores me destinaron a completar mi formación 46/ANTHROPOS 122/1 23 filosófica en la Universidad Gregoriana de Roma. Ya de dos meses Europa se ha– llaba en guerra. Me azoro todavía recor– dando mi paso por Francia, iluminada por pequeñas luces que apenas posibili– taban orientarse en unos metros. A me– dianoche llegué en ferrocarril a la in– mensa estación de Marsella. Óptimo ob– jetivo de guerra, me sentía volar por el aire de un momento para otro. En aque– llas horas de cruel insomnio viví intensa– mente el «existenziell» heideggeriano «Sein zum Tode» - «ser para la muer– te»-. Pero mi fe en el Padre de todos me incitaba a celebrar aquella «misa de angustia» por la paz del mundo. Entrada la mañana, después de un enojoso, pero ineludible, interrogatorio de frontera, pasé a Italia. En un ambiente de simpatía, explicable por las buenas relaciones que mantenían entonces Es– paña e Italia, hice mi jornada en el tren y llegué a Roma a la caída de la tarde. Un taxi me llevó al Colegio Internacional que mi orden capuchina tenía entonces en Via Sicilia. Considero una de las mejores situa– ciones de que ha disfrutado mi larga formación intelectual, el haber vivido y convivido durante cuatro años en el cita– do Colegio Internacional con rpás de un centenar de compañeros: italianos, ale– manes, suizos, holandeses, belgas, irlan– deses, yugoslavos, asiáticos y america– nos. Mi primer comensal de al lado fue un brasileño. Y el último, al terminar mi estancia de cuatro años después, un ruso de Moscú, hijo de un oficial del ejército del zar. En el intermedio incontables conversaciones de intercambio y com– prensión. La mejor lección que entonces apren– dí y que he ido asimiland0 más y más a lo largo de mis años fue el sentido uni– versalista de los grandes problemas hu– manos. Y añado para remache que eso universal que nos une son los ideales es– pirituales. En efecto, un común ideal cristiano, teñido de franciscanismo, ha– cía la convivencia colegial no sólo fácil sino gustosa y placentera, si bien las cuestiones patrioteras estaban elimina– das al declararlas «tabú» una elemental prudencia. Recuerdo mi especial simpa– tía con mis colegas holandeses. Presidía esta simpatía la figura solemne y sencilla del rector del Colegio, también holan– dés, Vito de Bussum. De él conservo un recuerdo gratísimo por su palabra siem– pre de estímulo y aliento en aquellas ho– ras tan crudas. Para su patria, Holanda, fue la peor el día 12 de mayo, en la fiesta sacra de Pentecostés, día en que los ale– manes de Hitler invadieron aquellas fér– tiles tierras. A mi buen rector, que aquel día me recibe casi lloroso, le expreso mi condolencia por la tragedia de su pueblo. Pero qué hondo desgarro sentí cuando a media mañana hallo en el coro de nues– tros rezos a un compañero holandés que estaba «rezando... y llorando». Era la guerra en retaguardia. A aquella misma hora las bombas nazis caían sobre el puerto de Rotterdam. Yo la vivía con mis compañeros holandeses en fraterna con– dolencia. Por el contrario, me apena constatar que en mi vida posterior se me ha hecho casi imposible poder empalmar con el irreductible holandés, aferrado a ver lo hispánico por el lado turbio que le afecta. Sin embargo, este turbión pos– terior, unido a otros muchos, no ha dis– minuido mi fe entusiasta en todo lo au– ténticamente humano que nos une. En paralelismo perfecto con el orden sobre– natural, sintetizado por San Pablo en tres palabras: «Unus Dominus, una fides, unum baptisma» (Ef, IV, 5), pienso que en el orden natural -y aquí al margen de las divergentes convicciones religio– sas- hay verdades primarias que son de todos los pueblos y de todas las culturas. Altos derechos naturales que son eternos en el espacio y en el tiempo. Ello no quita que cada pueblo tenga sus preferencias dentro de su peculiar psicología. Mis primeras conversaciones con el brasileño me hicieron recordar lo que Hegel escribe sobre los pueblos americanos, atados con nudo fuerte al «humus», a la tierra. La añoran en ver– dad. A su vez, el compañero de Moscú, en nuestros diálogos de despedida, no me hablaba más que de la marcha de la historia, que vivía entonces un momento decisivo, a su parecer. Y también al mío. En verdad, ¿no ha tenido el pueblo ruso a la historia como tema primario, consi– derándose a sí mismo, después de la toma de Constantinopla por los turcos, como la «tercera Roma», la única capaz de salvar a la humanidad? Aunque archi– secularizado, es este sin duda el gran ideal cosmopolita del comunismo ruso. Como típica muestra de las peculiari– dades psicológicas que advertí en mi convivencia internacional anoto que era frecuente entre italianos y españoles una risa, no de mala ley, ante las reacciones siempre tardígradas de los alemanes al solemnizar con su carcajada el chiste que nosotros habíamos ya exhaustiva– mente reído. La diversa contextura de las lenguas explica esta diversa psicología. Si el italiano o español afirman: «Hoy voy a la universidad», al sonar el segun– do vocablo, ya está todo adivinado. Pero la lengua alemana, al exigir que la pala– bra clave se situé al final de la frase, una de ellas el temeroso «nicht», no se sabe hasta el final si el sujeto va o no va a la universidad. Las lenguas, por lo mismo, plasman distintas psicologías. Pero so– bre estas psicologías el alma de los pue-

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