BCCCAP00000000000000000000451

ANÁLISIS E INVESTIGACIÓN AUTOPERCEPCIÓN INTELECTUAL clamaba quebrantar los lazos de la fra– ternidad con que el Autor de la naturale– za ha querido vincular el humano linaje» (El protestantismo... cap. XVI). En con– traste con Aristóteles, Balmes pondera cómo San Pablo pide a Filemón que re– ciba a su esclavo fugitivo, como herma– no carísimo - adelphón agapetón– (Fil, 16). Emocionan ciertamente estas páginas de Balmes a favor de los escla– vos que pronto irán recibiendo estatutos de libertad bajo el influjo de las ideas cristianas. Debo finalmente hablar de otro nom– bre ya citado: G.G. Leibniz. Tuve oca– sión de leerle en los cinco volúmenes de la traducción de P. de Azcárate, firmada en 1877, Madrid, s.a. (Cito por esta edi– ción por ser la que manejé en el período que ahora describo.) Debo testimoniar inicialmente que nunca reclamaron mi asentimiento las doctrinas centrales del sistema de Leibniz: armonía preestable– cida, optimismo metafísico, mónadas sin extensión, etc. Pero con una intuición ini– cial percibí la inmensa complejidad de los grandes sistemas. De aquí que --con– tra la tesis del «todo o nada»- yo he buscado quedarme con lo mejor y más constructivo. Hacia el eclecticismo, dirá alguno. Y yo me he dicho: hacia mi pro– pio y original pensamiento. Y para lo– grarlo, a contar con todos: tirios o tro– yanos. Dos motivos pesaban en mi actitud hacia Leibniz. En primer lugar el tras– vase a mi mente de la alta estima en que Balmes tenía al sabio alemán, del que decía que llevab~ todos los saberes hu– manos de frente. De su sistema, aun sin aceptarlo, escribe: «arranque sublime de uno de los genios más poderosos que homaron jamás al humano linaje» (Filo– sofía Fundam. , lib. 1, cap. X). En segun– do lugar lo sentía chorreando sentido re– ligioso por todas sus páginas. El hecho de que fuera protestante reforzaba en mí el valor apologético de su religiosidad. Con mi vivencia religiosa me parecía envolver al gran filósofo . Mejor fuera decir: me envolvía él. Y no es que me iniciara en mis primeras actitudes men– tales. Más bien me confirmó en las que llevaba en mi mente por mis estudios de la escolástica. Cara al mundo moderno, sobre todo frente a los famosos conflictos defe y ra– zón, Leibniz me dio un respaldo autori– zado a la antipatía que Santo Tomás me infundió contra el nefasto error de la do– ble verdad. Lo llamo nefasto porque hago mía la tesis de W. Windelband, para quien la doble verdad ha presidido la marcha de los primeros siglos de la cultura moderna, hasta su plena seculari– zación. Donde más vigente estuvo la do– ble verdad fue en política: desde Ma- 42/ANTHROPOS 122/123 quiavelo hasta el cardenal Richelieu. Mejor fuera decir, hasta Luis XIV, quien por política revoca el Edicto de Nantes, una de las causas primarias que hacen malograr los esfuerzos de Leibniz en pro de la unión de las Iglesias cristianas (me remito a R. Ceña!, «Leibniz y Cristóbal de Rojas y Spinola, Revista de Filosofía [Madrid], 6 [1946), 375-417). Ante el telón de fondo de la doble ver– dad, Leibniz, como preámbulo a su co– nocidísima Teodicea, escribe su Discur– so sobre la conformidad de la fe con la razón. En este discurso leemos: «Como la razón es un don de Dios, lo mismo que lo es la fe, decir que se combaten equi– valdría a poner a Dios en lucha consigo mismo». Y en otro pasaje: «En el fondo una verdad no puede estar en contradic– ción con otra, y la luz de la razón no es menos un don de Dios que lo es la reve– lación. Y así es cosa corriente entre los teólogos que saben lo que traen entre manos, que los motivos de credibilidad justifican, de una vez para siempre, la autoridad de la Sda. Escritura delante del tribunal de la razón» (Obras, V, pp. 72 y 80). Si mi conciencia, según confesé an– teriormente, no ha pasado por cinco mi– nutos de angustia religiosa, esta mentali– dad leibniziana ha coadyuvado en ello. De todos es sabido que por el atajo de la Ciencia han venido no pocos asaltos a la concepción cristiana. Yo, nunca fuerte en este campo, me he sentido muy arro– pado por este gran sabio. Todavía no hace mucho oí a un docto profesor que recordaba -una vez más- el caso Gali– leo para deducir las resabidas conse– cuencias antirreligiosas. El Leibniz ínti– mo que llevo en mí se someía -y yo con él- de las desfasadas sentencias so– bre conflictos de Ciencia y Fe, sólo posi– bles por la torpeza o mala inteligencia de teólogos y científicos. Quiero ahora regustar una vez más -de seguro no la última- su prueba de la existencia de Dios. Ha sido para mí un terso lago de montaña, cuyo fondo es todo luz. En una de sus fórmulas, la de la Monadología, n. 45, se lee: «Sólo Dios o el Ser necesario tiene este privilegio: el de ser imprescindible que exista, si es posible. Y como nada puede impedir la posibilidad de lo que no comprende nin– gún límite, ninguna negación, y por con– siguiente, ninguna contradicción, basta esto sólo para conocer la existencia de Dios a priori» ( Obras, I, p. 457). Por se1me familiar el pensamiento de Duns Escoto, me parece reflejado en el citado argumento de Leibniz. En efecto; ambos razonan en el plano esencial de los conceptos. Y ambos juzgan evidente que las relaciones esenciales expresadas en conceptos se realizan ineludiblemen– te en el plano· existencial. Si dos y dos son cuatro en las relaciones esenciales de los números, esta relación se verifica igualmente en el plano existencial, tráte– se de perros, gatos o de cualquier otra cosa. Cuando Santo Tomás (Summa Theol., I, 1 ad 2; Contra Gentiles, I, c. XI) arguye contra la fórmula de San An– selmo: «illud quo magis cogitari non po– test» enuncia la clásica objeción de que en el famoso argumento se da un tránsito del orden ideal al orden real. En fórmula tomasiana: de «in apprehensione inte– llectus» a «in rerum natura». A Santo Tomás le argüirían Duns Es– coto y Leibniz que el argumento llama– do ontológico no afirma el tránsito de un orden ideal a un orden real, sino el tránsito del orden esencial al orden existencial. Y este tránsito lo admite toda la escuela tomista cuando, para probar su verdad fundamental -re– cuérdese a N. del Prado, De veritatefun– damentali.. .- razona «ex conceptibus adaequate distinctis». Estos conceptos -puro orden esencial- exigen en el plano de la realidad la distinción de esencia y existencia. Tránsito del orden esencial al orden existencial paralelo al que tiene lugar en el argumento ontoló– gico. ¿Por qué entonces admitir el tránsi– to en un caso y no en el otro? Largos años me ha costado llegar a este convencimiento desde mi lectura ju– venil de Leibniz. Como todos mis profe– sores la impugnaban y siempre les he dado mucha fianza, no acababa de hacer– la mía, aunque mis ojos se me iban tras ella. Al fin llegué a convencerme de que para una mente habituada a la metafísi– ca, el argumento ontológico lleva en sí valor demostrativo. Con estas referencias a mi preocupa– ción selectiva ante el genio de Leibniz -por extensión a todos los grandes pen– sadores- cierro este relato de uno de mis hondos procesos mentales. De 1932 a 1937 corre en León mi cur– so teológico y de pastoral. Decrece en es– tos años mi interés directo por la filoso– fía. Mas debido a que la teología que se me explicó utilizaba en gran escala con– ceptos metafísicos, siguiendo al teólogo L. Billot, me sirvió para precisar dichos conceptos. En algún tema clarificó mi postura filosófica para siempre. Me re– fiero al sentido del misterio en el orden natural o filosófico. Que la razón deba respetar el misterio sobrenatural, es el abe de todo pensador cristiano. Pero la filosofía moderna leyó en el Discurso del método lo que Ortega llama el canto ma– ñanero del racionalismo. Este canto anunciaba que no hay verdad, por oculta que se halle, que no pueda ser desvelada por la mente si ésta usa de buen método. Frente a este programa tan pretencioso el teólogo L. Billot presentaba otra pers-

RkJQdWJsaXNoZXIy NDA3MTIz