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ANÁLISIS E INVESTIGACIÓN Enrique Rivera de Ventosa en el Congreso Tomista Internacional. Roma, 1974 llectuelle. Son esprit. Ses conditions. Ses méthodes. Este investigador dominico francés hacía ver a mi joven mente la vía exigente del pensador cristiano. El pro– grama que propone sobre las obligadas lecturas del intelectual todavía procuro practicarlo. Son de cuatro clases: de for– mación personal; exigidas por la docencia y por la investigación; de cultura general; de recreo y alivio. Para mi cultura general he sido lector asiduo de las Historias Ge– nerales más autorizadas. Por ellas he de– seado obtener la perspectiva histórica que necesita el intelectual, para enmarcar el desarrollo del pensamiento, tema prefe– rente de mis estudios. En las lecturas exi– gidas por mi docencia y por mis investiga– ciones he sido sumamente riguroso con– migo mismo. Me he avergonzado siempre de ignorar los últimos estudios sobre los temas de mis lecciones. Y por lo que toca a la investigación, he sido, desde mi tesis doctoral, aún más exigente, si cabe. Ten– go por norma elemental que toda investi– gación seria debe comenzar por tener muy presente la meta donde se ha llegado. Sólo así podrá ésta ser superada. Las lecturas para mi formación personal han sido múl– tiples y variadas. Aquí tendría que hablar de mis doctores preferidos: Platón y Aris– tóteles; Santo Tomás, San Buenaventura, Duns Escoto; los místicos hispanos; Pas– cal, Leibniz, Newmann, Bergson, Guardi– ni, Sciacca, Zubiri, Laín Entralgo, etc. En este atardecer refresco mi espíritu leyendo el Nuevo Testamento en su texto griego. Desearía tenerlo en mi mesa de noche al final de mis días... Así he ido poco a poco amueblando mi mente para, en los momentos que Sertillanges llama «Les instants de plé– nitude», poder dar alguna aportación al campo, hoy tan en promesa, del pensa– miento cristiano. 38/ ANTH ROPOS 122/ 123 AUTOPERCEPCIÓN INTELECTUAL En este contexto no puedo dejar de mentar la metodología serena y exigente que viví durante cuatro años en mi alma mater, la Universidad Gregoriana. El li– brito de J. de Guibert, Breves adnotatio– nes in cursum methodologiae generalis, me guiaron con sus sesudos consejos. Su autor, bondad y sentido práctico en una pieza, recalcaba en clase sus certeros avisos. Memorable uno de ellos: el que dejó estampado en su librito, incitando al joven profesor universitario a que tenga siempre entre manos algún trabajo para publicar. De lo contrario: «doctrina eius mox aliquibus formulis mortuis stereo– typias, figetur» (p. 14). No hay por qué traducir. Posteriormente hice el necesario uso de las metodologías generales de L. Fonck, E. Bernheim, Langlois et Seignebos. Con más detención he manejado Z. Gar– cía Villada, Metodología y crítica his– tórica, y ha venido a ser mi vademecum G. Bauer, Introducción al estudio de la historia, en trad. y edición de Luis G. de Valdeavellano. Confieso, contra la ten– dencia de muchos, mi carencia de sim– patía por el método de los historia– dores de París, L. Febvre, M. Bloch, F. Braudel, etc., que ha cristalizado en la autorizada revista Annales... Reco– nozco que el clima, la demografía, la an– tropología, etc. tienen mucho que ver con la historia. Pero me temo -ya es un hecho en muchos casos- que estos con– dicionamientos, que por su vigencia son innegables, dejen en la sombra las fuer– zas creadoras de la libertad. Tercera. Mi entrega a la lectura no ha conocido un día sin un libro nuevo. Y esto no por un fútil afán enciclopédico, sino para mantener mi mente abierta y con capacidad de síntesis. Lo aprendí en mis mentores: Aristóteles y Tomás de Aquino, de los cuales se ha podido decir que sabían lo que se sabía en su tiempo. Sólo con este respaldo son posibles las grandes síntesis. Lo malo ha sido que sus discípulos más fieles no les hayan segui– do en su abertura universal y llamen eclecticismo de mala ley a todo conato de síntesis que no sea mera repetición de las ya formuladas. Esta entrega a la lectura ha sido causa primaria de mis múltiples recensiones de libros. Cierto que a ello me he visto obli– gado por mis compromisos amigables de colaboración. Pero aun más por creerlas imprescindibles para tener mi formación al día. En esto he seguido otro método que el de muchos de mis colegas, quie– nes, al subir en años de investigación, tienen a menos el recensionar si no se trata de libros excepcionales o de cole– gas próximos. Pienso que esta actitud trae en pos de sí la triste paga del desfa– se, casi imposible para el que recensiona inteligentemente. El que tal hace se obli– ga no sólo a leer los últimos libros que publican las editoriales, sino que se ve forzado a leerlos con detención, al tener que dar un juicio fundado sobre los mis– mos. Con la agravante de que la respon– sabilidad de este juicio crece con los años y con el crédito que se le puede ir concediendo. II. Etapas de mi vida intelectual En mi proceso histórico detecto tres eta– pas: 1) Recepción vital de un contenido tradicional cristiano: desde mi infancia a 1943. 2) Larga gestación de mi pensar propio: de 1943 a 1970. 3) Conciencia de haber llegado a cierta madurez inte– lectual, aunque sintiéndome siempre de camino: de 1970 a.. . Primera etapa Es nota de ella la recepción vital de un contenido ideológico cristiano. Fue pasi– va en los primeros años --escuela pater– na y seminario de PP. Capuchinos (El Pardo). Adquiere ya alta vitalidad en mi primer contacto con la filosofía -a los 16 años-, para culminar en la recepción asimiladora y crítica de mis cuatro años universitarios. En esta etapa distingo dos períodos: Período I .º: escuela paterna y centro de estudios de PP. Capuchinos Con nostalgia evoco este primer perío– do como el más feliz de mi vida y que más gusto recordar. Por lo que toca a la escuela paterna, fue en Muga de Alba (Zamora) - allí mi padre fue maestro de 1915 a 1919- donde se abrió mi conciencia. Pero tan hundidos se hallan mis primeros saberes de leer y de sumar que Platón hubiera podido acudir a mí para probar que son innatos. El primer recuerdo escolar trae a mi mente el paso de restar a multiplicar que mi padre gra– duó, siendo yo un mocito de cinco años. En 1919 mi padre optó por el valle del Tera, Calzadilla. Allí viví cuatro años. Casi podría hacer un diario de las mil anécdotas que iban hilando aquella mi dulce vida, brizada por un cariño quepa– rece todavía envolverme. El 30 de no– viembre de 1921 hice mi primera comu– nión, cuya «estampa-recuerdo» llevo en mi libro de rezos junto con la reciente de mis 50 años de vida sacerdotal. Ambas «estampas-recuerdo» muestran la im– pregnación vital-religiosa de este pensa– dor cristiano que no ha conocido cinco minutos de duda en su fe. Y sin embargo -¿por qué?- ha intimado hondamente con quienes han vivido torturados por desganos y vacilaciones. Uno de ellos,

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