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ANÁLISIS E INVESTIGACIÓN San Pablo, El Greco Dios, movido por ese amor que el Nuevo Testamento llama reiteradamente «agá– pe». El hombre, que siente la llamada di– vina, responde inicialmente con ese an– helo agustiniano, que bien podemos lla– marlo «erótico», en el sentido más digno y elevado del vocablo. Este amor inicial a Dios ha de culminar plenamente en el amor «agápe» para con el mismo Dios y respecto de los hijos de Dios, los hom– bres. La oposición entre «éros» y «agá– pe», muy tensa en la teología protestan– te, el pensamiento cristiano la resuelve en una síntesis integral y fecunda. Ante este mi proceso histórico sobre las cuatro formas fundamentales del amor algún crítico pudiera anotar que re– copio al autorizado exégeta del Nuevo Testamento, C. Spicq. Y en verdad, su obra, Agape. Prolégomenes a une étude de théologie néo-testamentaire (Lou– vain, 1955), analiza los cuatro verbos griegos: «stérgo, eráo, philéa, agapáo» con sus respectivos sustantivos: «storgé, éros, philía, agápe», vocablos que han sido la base filológica de mi propio análi– sis. Debo responder a mi crítico que la mera confrontación de textos parece es– tar a su favor. Y sin embargo, la historia íntima de mi conciencia me obliga a re– plicarle que ya tenía claramente ante mí la perspectiva de las formas del amor. Es un caso de coincidencia que me ha satis– fecho muy en lo hondo, pues la lectura de C. Spicq me hizo ver que no andaba por mal camino en mis reflexiones sobre el amor. Debo reconocer, además, que el es– tudio citado de C. Spicq y su monumen– tal obra en tres volúmenes: Agape dans le Nouveau Testament (París, 1958-59), contribuyeron a enriquecer con sus feli– ces ideas mi propio pensamiento. Como anécdota de mi vida íntima puedo recor– dar aquella tarde fría de Nochebuena, ha- 30/ANTHROPOS 122/ 123 AUTOPERCEPCIÓNINTELECTUAL cia 1965, en la que, teniendo por fondo el jolgorio juvenil con ruido de castañuelas y demás, yo me preparaba a la «misa del gallo» con el regusto de la lectura de la obra de C. Spicq, vol. I, cap. ID: La chari– té de l'Évangile de Saint Luc. A-Le verbe agapáo. B.-Le substantif agápe, etc. Pero vuelvo a repetir que este enriquecimiento fue precedido por mi propia reflexión desde la fenomenología . Ahora, en esta confrontación de doc– trinas, tengo que mostrar mi asombro ante la mínima importancia que C. Spicq da a otro verbo, muy relacionado con las cuatro formas del amor, especialmente con la primera. Me refiero al verbo «po– théo», muchas veces reforzado por pre– posición muy expresiva en este com– puesto: «epi-pothéo». Este verbo, con su sustantivo derivado «póthos» hace referencia, sobre todo, al amor «storgé» - amor enraizado- cuando el ser que– rido se halla ausente. Todos entonces ha– blamos de añoranza, de sentir nostalgia por el ausente a quien desearíamos tener a nuestro lado. San Pablo transparenta este noble sen– timiento en una frase indeleble en la que podemos leer el nudo sosegado y fuerte que le enlazaba a los suyos. Se halla en– carcelado por Cristo. Y entre sus cadenas rememora el calor familiar con que le ro– dearon sus queridos filipenses. Es enton– ces cuando, en la carta que les dirige des– de la cárcel, deja caer de su corazón este atestado: «Dios me es testigo cuánto os añoro -epipothó- a todos vosotros en las entrañas de Jesucristo» (Flp, I, 8). Las versiones hispanas andan a caza de locu– ciones para traducir este verbo tan expre– sivo. No son suficientes el mero querer o sentir soledad, etc. Hay que bajar al mis– terio de la ausencia y desde él tratar de comprender la dulce añoranza que el apóstol sentía de los suyos. Veneremos, pues, este hondo senti– miento humano de «nostalgia» y «año– ranza», que se enraiza sobre todo en la primera forma fundamental del amor. Pero que también las otras formas lo ha– cen sentir en ausencia del ser amado. El «muero porque no muero» de Santa Te– resa muestra la ansiedad y nostalgia que sentía aquella alma de Dios. En nuestra península los pueblos ribe– reños del Atlántico han sentido «metafí– sicamente» este sentimiento, al que le han dado ese vocablo intraducible que dice tanto: «saudade». Mi continua rela– ción, hasta la amistad, con los alumnos universitarios portugueses me ha hecho familiar este hondo sentimiento, sobre el que he escrito al reflexionar sobre un máximo filósofo portugués de este siglo: «Leonardo Coimbra» (publicado en Na– turaleza y Gracia, 27 [1980], 61-86, lo repito en San Francisco en la mentali- dad de hoy, Madrid, 1982, 110-130). El lector podrá ver allí las notas que señalo a la «saudade», sentimiento metafísico que invade el ser de los pueblos portu– gués y gallego. Y que todos, a nuestra manera, sentimos en el mejor rincón de nuestra conciencia. Desde mi proceso histórico me aver– güenzo hoy del modo superficial con que en mis años romanos me desenten– día de la delicada palabra italiana «nos– talgia». Mi preocupación por los que creía «altos estudios» no me permitieron detenerme a analizar lo que vivamente sentía al escribir mis cartas familiares. Una vez más, la vida y el pensamiento iban por vías paralelas. Sólo circunstan– cialmente dejaban de serlo para encon– trarse en una feliz confluencia de toda mi persona. Por lo que toca en concreto a la «saudade» tuvo ésta que esperar una veintena de años para toparme en serio con ella y llegar a valorarla en toda su hondura metafísica. Cierro este apartado sobre las formas fundamentales del amor declarando mi irritante desdén hacia ese amor «éros» que la procacidad de la calle ha puesto hoy tan en alza que amenaza desterrar a los otros amores. Este eros, hijo de la Venus demótica, que ya fue anatemati– zado por Platón, me parece una de las mayores tragedias espirituales de nues– tra hora. Mi mente no ha percibido la menor oposición entre los amores por ver que todos ellos se originan de una única fuente divina, ya en el plano natu– ral, ya en el sobrenatural. Pero el escan– daloso éros mentado se opone en primer término al éros que aspira a las alturas de la Belleza Eterna o tiende a realizarse en unión nupcial, fuente de vida. Y se opo– ne igualmente a ese amor enraizado en los eternos cariños caseros; a ese amor de amistad que tanto alienta al hombre en sus momentos críticos; finalmente, a ese amor cristiano, a la «agápe», que todo lo engrandece y plenifica. La cuarta etapa de esta mi reflexión la titulo «triunfo del amor personal». Este triunfo ha tenido lugar en mi propia conciencia. Me veo obligado, por lo mis– mo, a dar razón de este mi último proce– so histórico en torno al tema del amor. Inicio esta mi nueva reflexión tenien– do ante mí el acendrado estudio que Dá– maso Alonso dedica a la Oda a Salinas. Subraya en la misma las numerosas sim– biosis de platonismo y cristianismo. Ante estas simbiosis anota con profunda y certera visión histórica que a cuantos se acerquen a Fray Luis sin este conoci– miento, el mejor vuelo místico de éste pudiera darles una falsa idea de paganía (Poesía española. Madrid, Gredos, 1950, p. 197). Pues bien; puedo dar fe que desde los días de mi tesis doctoral,

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