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ANÁLISIS E INVESTIGACIÓN AUTOPERCEPCIÓN INTELECTUAL Al pensador cristiano le parece ver aquí los primeros clarores del alba evan– gélica. Pero esto es ya una nueva pers– pectiva que nos abocaría a la teología de la historia. Al margen de esta nueva y grandiosa perspectiva me atengo al con– tenido sustancial de mi estudio en el que creo haber mostrado la fuerza original del primer amor humano. Como he di– cho, los griegos los llamaron «storgé». En mis fluctuaciones por dar con la me– jor traducción a veces lo he traducido por «amor-cariño». Pero la candorosa muchachita del Cantar de los Cantares me podría reprochar que su amor, muy en línea con otra forma fundamental, con el «éros», es también un mimoso «amor– cariño». Convencido, y por complacerla, me he atenido a traducir «storgé» como lo he hecho aquí. E insisto en que la mejor versión parece la de «amor enraizado». Ningún otro amor, en verdad, se inicia y se desarrolla bajo un mayor influjo de las raíces hondas de la existencia. Al amor «éros» lo he traducido en mis años últimos por «amor nupcial». Esta traducción no está del todo acorde con el doctor del «éros», Platón. Pero un pen– sador cristiano debe tener en cuenta que tiene ante sí dos libros inmortales sobre el «éros» : el Banquete de Platón y el bí– blico Cantar de los Cantares. Sobre los dos debe reflexionar. Y más en el segun– do que en el primero, por revelar mejor el plan divino en el proceso creativo del hombre. En la aportación de Platón merece destacarse la descripción de los dos amores que hace en el Banquete: uno, hijo de la Venus Urania y otro, hijo de la Venus demótica. Desestima totalmente al segundo por considerarlo inmerso en el placer sensible. Canta, por el contra– rio, al primero con aquel discurso de la sacerdotisa Diótima, quien hizo ver a Sócrates que sólo en la aspiración a la eterna Belleza se da el verdadero amor. Mil veces se ha copiado y recopiado este discurso. Nuestros grandes místicos hi– cieron de él un viático mental. Y sin em– bargo, a la luz de la filosofía personalista de hoy, he mostrado en mi estudio: «El amor en la metafísica de Platón» (Ge– nethliakosn l sidorianum, Univ. Pontifi– cia de Salamanca, 1975, pp. 495-522) un trasfondo claramente impersonalista. Refrendé esta interpretación platónica al reflexionar sobre la vida de San Agustín: «Dialéctica platónica y encuentro perso– nal en la conversión de San Agustín» (Augustinus , 32 [1987] , 191-203). A do– ble columna hice ver en p. 194 el con– traste entre la mente impersonalista de Platón y personalista de San Agustín. Platón, además, por su tendencia im– personalista carece de fina sensibilidad para el «éros», implantado por el Crea- 28/ ANTH ROPOS 122/123 dor en la naturaleza humana en orden a la transmisión de la vida. Es cierto que define al «éros» - lo recuerda Ortega– como deseo de engendrar en la belleza. Pero roza sólo el tema con esta certera afirmación. Por el contrario, con regusta– da detención expone ese amor erótico el libro bíblico del Cantar de los Cantares. La nota nupcial atraviesa todo el idílico poema. Esta nota nupcial recorre igual– mente toda la literatura bíblica y se re– mansa en la gran mística cristiana que ha hecho de este libro inspirado tema prefe– rido de sus explicaciones. En verdad, hasta la misma liturgia sacra ha entrado a manos llenas por este libro impregnado del más puro erotismo humano. Volviendo de nuevo al ineludible Pla– tón, es de advertir que señala dos carac– terísticas notas al «éros»: la indigencia y su poder omnipotente. Sobre la indigen– cia estamos todos de acuerdo. Lo testifi– ca la experiencia diaria. Su poder omni– potente Platón lo contempló viendo que es muy quien para hacer salir a los pri– sioneros de la caverna desde el momento en que éstos han percibido el menor ras– tro de la Belleza Transcendente. Y tam– bién, aunque en menor escala, del reflejo de la misma en la belleza sensible. Pero desde el punto de vista cristiano hay que objetar a esta pretensión de omnipoten– cia que rezuma una mentalidad pagana, totalmente irreductible al cristianismo. A. Nygren ha visto bien esta irreductibili– dad en la obra que hemos mentado. Pero su pesimismo protestante le ha impedido ver que este amor, puesto por el Creador en el corazón humano y bendecido por él, puede y debe ser asumido en toda su belleza incomparable por el cristianismo. Limpio de todo orgullo suficiente el cris– tiano puede expresar sus anhelos con el sublime erotismo agustiniano tan satura– do de indigencia: Feciste nos ad Te... lrrequietum est cor nostrum... El amor «philia» es el que más atrac– ción ha ejercido en los filósofos clásicos. Baste recordar que Aristóteles le dedicó dos de los diez libros de su Ética. Y Ci– cerón dio a uno de sus opúsculos este tí– tulo: De amicitia. Les precedió Platón con uno de sus pequeños diálogos, Lisis. En el que aborda el tema de la amistad con muchas anticipaciones y con pocas soluciones. Dos momentos debo señalar en mi proceso histórico sobre esta forma fun– damental del amor: el de penetración por la fenomenología en los análisis de la fi– losofía clásica y el de aplicación de la filosofía de la amistad en la doctrina de la virtud cristiana de la caridad. Sobre el primer momento debo adver– tir que, apoyado en la fecunda tradición clásica, he intentado dar una ulteri 9r ple– nitud al tema tan humano de la amistad. En verdad, como tantas veces dice esta tradición , los amigos buscan hacerse bien, al mismo tiempo que tienden siem– pre a una mayor convivencia y acuerdo: idem velle, idem nolle, fue la fórmula es– tereotipada. Y, sin embargo, desde esa fenomenología que nos pone ante los da– tos inmediatos de nuestra vida íntima, he llegado a la conclusión de que la nota primaria ele la amistad parece ser la mu– tua confianza. Apelo a la conciencia del mismo que me lee. Todos tenemos en ella unos secretos que celosamente cus– todiamos. Ha siclo uno de los máximos crímenes de este siglo haber agredido a la conciencia en su santuario. Y, sin em– bargo, con el amigo nos desahogamos; se lo contamos todo. Digo mal; todo no, porque siempre queda un rinconcito en nuestra intimidad que sólo es para noso– tros. Pero es ley de nuestra conciencia que tanto es mayor nuestra amistad cuanto es mayor la confianza que depo– sitamos en el amigo. Me parece que el pensamiento clásico, que adolece de fal – ta de interioridad, no llegó a calar sufi– cientemente en este punto tan sustantivo de la misma. Esto hay que decirlo pese a la insuperable frase de Horacio, al defi– nir al amigo: «Animae dimidium meae». Es, en efecto, al descargar el terrible se– creto, que pesa como un fardo plomizo, cuando las dos almas amigas se funden en una. Esta fusión de almas no llegó a percibirla aquella filosofía . En lo que atañe a la aplicación que la escolástica ha hecho de la concepción clásica de la amistad en la doctrina ele la virtud de la caridad, segundo momento de mi proceso histórico en este tema, debo confesar que la insistente respuesta afirmativa a la pregunta de Santo To– más: Utrum charitas sit amicitia (Sum– ma Th ., II-II, 23, 1), nunca ha obtenido mi plena acquiescencia desde mis estu– dios de teología en torno a los veinte. años . El Dios tres veces Santo, objeto de esa adoración y reverencia de que se ha– lla impregnada la liturgia, sobre todo oriental, me parecía extraño a esa rela– ción tan hondamente humana. Mi desa– zón aumenta cuando leo cómo A. Ny– gren ve en el intento tomista de explicar la «charitas» por la amistad una injeren– cia suma de la pagana filosofía aristotéli– ca en lo mejor de la vida cristiana. Una vez más intento clarificar el tema desde la historia de las ideas. Esta histo– ria me hizo ver que la amistad fue para la sapiencia clásica la más alta y moral de las relaciones humanas. Ahora bien; ante este gesto doctrinal del mundo pagano se explica que el pensamiento cristiano, al preguntarse sobre las mejores relaciones entre Dios y el hombre, las haya visto bajo el signo de la amistad, en cuanto ésta implica en sí benevolencia mutua.

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