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ANÁLISIS E INVESTIGACIÓN las espaldas para declarar las inferiores y secundarias. Este modo de graduar orte– guiano dio lugar a mi reacción, que fue en verdad una protesta. Hoy la ciencia respalda esta mi protesta, al poner en relieve el médico J. Rof Carballo la ur– dimbre afectiva, que da al hombre su contextura vital en los nueve primeros meses de vida en la entraña materna. Di– fícil pensar, dejando a un lado atavismos incógnitos y la misteriosa herencia pa– terna, un influjo anterior a este influjo de la madre. Al socaire de esta frialdad orteguiana, la lectura de San Pablo, al reprochar al mundo pagano, entre sus múltiples vi– cios, el tosco desdeño que éste tenía ha– cia los seres que le debían ser más entra– ñables, despertó en mi conciencia que me hallaba ante una forma primaria y fundamental del amor, irreductible a ninguna otra. Mis conocimientos de la lengua griega me ayudaron a ello. En efecto; San Pablo en su Carta a los Ro– manos (1, 31) y, en la segunda a Timoteo (III, 3) inculpa a los hombres del paga– nismo de ser «á-storgoi». Las versiones al uso vierten el término con el eufemis– mo de «desamorados». Pero el apóstol va más allá y les acusa de carecer de ese amor que la bestezuela tiene para su cría. El pueblo, a la madre que abandona a su recién nacido la llama no falta de amor, sino «des-naturalizada». Como San Pa– blo a la gélida paganía de su tiempo. Nada de maravillar que ante epíteto tan expresivo yo tomara conciencia de que surge en nosotros un amor primario, li– gado a las vísceras; pero que, sobre la in– clinación nativa del cordero a la ubre materna, se eleva a tomar conciencia de la deuda impagable que tenemos con aquellos a quienes debemos el bien óntico de la existencia. Un análisis ulterior del adjetivo nega– tivo «á-storgoi» me pone ante el vocablo sustantivo de donde éste procede: «stor– gé». A su vez, a este vocablo lo advierto derivado del verbo «stérgo». Como en mi mente ya tenía muy presentes los otros tres verbos que dan a conocer la acción de amar: «eráo», «philéo», «aga– páo», este mi modesto conocimiento del griego me hizo patente que me hallaba ante cuatro formas fundamentales e irre– ductibles del amor. El griego, más rico en esta terminología que nuestra lengua, las expresa con estos cuatro vocablos: «storgé», «éros», «philía», «agápe». Antes de detenerme a exponer cada uno de ellos, quiero hacer notar que los per– cibí, no en función de movimientos psí– quicos hacia dentro o hacia fuera, «ego– céntricos» o «alterocéntricos», «físicos» o «extáticos», etc. sino en cuanto condi– cionados por una realidad mucha más honda, por su misma contextura metafí- AUTOPERCEPCIÓN INTELECTUAL sica. Es esta contextura la que, ante todo, debemos señalar. En efecto; la «storgé» la he visto vin– culada a lo primario y más radical que hay en nosotros: la existencia. El pueblo llama a esta vinculación: voz de la san– gre. A mi vez, he buscado durante largos años la mejor traducción posible para el vocablo «storgé». Al fin he optado pre– ferentemente por esta perífrasis: «amor enraizado». En verdad; a la manera que el árbol hunde sus raíces en la tierra para poderse encumbrar a la altura, el hombre hunde también sus raíces en el humus casero, para poder un día dar plenitud a su existencia humana. Se habla hoy mu– cho de que vivimos en mundo desenraiza– do. Con ello se alude a la mengua de este amor. San Pablo denunció esta mengua ante su mundo pagano. Hoy retorna de nuevo con el paganismo de nuestros días. «Heimlosigkeit», dicen los alemanes. firma del Tltolare amor de un autor por su obra. Y en ver– dad; un ejemplo tan conocido como el de L. de Camoes, salvando del naufragio entre los dientes a su gran poema Os Lu– siadas, hace ostensible cuánta verdad hay en que el autor ama a su obra con las raíces de su propio ser. Como un padre a sus hijos. Veneremos, pues, este primer amor, que brota de la entraña humana tierno y humilde. La filosofía, tal vez por verlo demasiado a ras de tierra, se ha desen– tendido olímpicamente de él. Ya es hora de ir llenando este vacío filosófico. Algo en este sentido intenté hacer en mi estudio: «La "storgé" o el "amor-ca– riño" en Sófocles a la luz del método fe– nomenológico» (Helmántica, 20 [1969], 5-25). Al cabo de veinte años me siento satisfecho del mismo. Le debo el haber– me puesto en inmediato contacto con al– mas delicadas, impregnadas de ese amor PONTIFICIA UNIVERSITA GREGORIANA iminotricol'ato studti!nta - della FacóltO di Ji/410/{a. a;, c¡---~,::::é.~ 11 <jlorno J!l ,,Á(,d~jJJg Numero di motr/cola J{!_Jf. ~~~ Es de advertir en un inicial análisis ulterior que este amor enraizado es lo peculiarmente propio del amor paterno, materno, filial, fraterno, de parentesco. Se prolonga en el amor a la patria, pro– longación, como lo dice la misma pala– bra, de la paternidad. Alcanza también este amor a todos esos momentos en los que la relación humana afecta a la propia existencia. La frase tan expresiva: «que– mar la vida», lo dice todo. Y cuando por un ideal se quema la vida, a ese ideal se le ama con ese amor enraizado de que venimos hablando. Penetramos aquí en la entraña honda de un párroco con su parroquia, de un misionero y su campo de misión, de un maestro con su escuela, de tantos profesionales que aman con amor enraizado la profesión a la que han consagrado su vida. Concluyo este breve análisis recordando que Aristóteles utili– za el verbo «stérgo» para significar el enraizado que ellos, los griegos, llama– ron «storgé». La tragedia de estas almas nos la hace vivir el gran trágico Sófocles -para mi sensibilidad, el mayor de to– dos los tiempos-. Ninguna alma com– parable a la de Antígona, <<la santa pa– gana», como la llamó M. de Unamuno, quien muere heroicamente por hacer homas fúnebres a su hermano Polinice. Dígase lo mismo del amcr paterno de Edipo hacia sus hijas, Antígona e lsmene y elfilial de éstas. Las hijas son los pun– tales en que se apoya &lipo para seguir viviendo. Él corresponde a este cariño fi– lial con un amor paterno, pocas veces tan intensamente vivido. Edipo, maltratado suciamente por el psicoanálisis sin fun– damento alguno histórico, llega a ser en la obra de Sófocles un paradigma del amor paterno hacia sus buenas hijas, y de amor de redención hacia su querido pueblo. 122/123 ANTHROPOS/27

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