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ANÁLISIS E INVESTIGACIÓN AUTOPERCEPCIÓN INTELECTUAL Este era su título: «El amor cristiano como plenitud del amor interpersonal». Debo decir que esta idea se ha ido enri– queciendo en los treinta últimos años hasta llegar a ver en ella, como se dirá, la auténtica visión cristiana de la historia. Ulteriormente dos obras intensificaron mi embrollo, al mismo tiempo que me estimulaban a salir de él. Algún colega me ha acusado de hallarme demasiado pendiente de la última obra que tengo a mano. Algo de verdad hay en ello, debi– do a mi deseo socrático de búsqueda de la verdad. Pero la observación sólo tiene validez para las obras que traen a mi mente un mensaje nuevo y fundado. Este tipo de mensaje creí hallar en dos obras leídas en los años previos a 1960: la del teólogo protestante sueco, más tarde obispo, Anders Nygren, Eros und Aga– pe. Gestaltwandlungen der christliche Liebe (tr. alem., Gütersloh. 1 .ª ed. sueca, 1930); la del gran fenomenólogo alemán Max Scheler, Wesen und Formen der Sympathie. (Bema/Munich, 1973; i.a ed., 1912). Ésta, aunque cronológica– mente es anterior a A. Nygren y con in– flujo en éste, fue leída posteriormente por mí. El contraste entre el amor griego «éros» y el amor cristiano «agápe» lo percibí de modo intuitivo en la obra de A. Nygren. La página en que a doble co– lumna se contraponen en nueve facetas «éros» y «agápe» tiene mi plena ac– quiescencia desde hace 25 años. Pero es de notar que ni el pensamiento bíblico desc"ünoce el amor «éros» -dígalo el poema ingenuo del Cantar de los Canta– res-, ni el pensamiento griego ignora por completo el amor «agápe», el amor de plena donación, contra lo que pensaba de modo muy unilateral A. Nygren. He– cha esta salvedad importantísima, como se irá viendo, es de justicia reconocer que el contraste entre ambos amores, ex– puesto por A. Nygren, es históricamente objetivo. Será ineludible tenerlo en cuenta en toda exposición de altura so– bre las formas del amor. Pero si A. Nygren declinaba a favor del amor cristiano «agápe», viendo en el «éros» una contaminación del mismo, la fenomenología de Max Scheler exaltaba primariamente la fuerza del «éros» hasta llegar a escribir en la obra citada: «Die letzte dynamische Triebfeder des Welt– tals selbst ist dieser Eros» --el último re– sorte dinámico del mundo es este «éros»- (p. 93). Pretendió ver en San Francisco ambos amores aunados. Lo hace en páginas extremadamente elogio– sas para este santo. Pero en su meollo inaceptables. Derivan de ese transfondo de Scheler, señalado por Laín Entralgo en este juicio severo, pero fundado: «Scheler pasó intelectualmente desde el 26/ANTHROPOS 122/123 teísmo cristiano a un panenteísmo evolu– cionista» (Teoría ..., I, p. 212). Esto fue causa de que, si mi mente entró con co– dicia a recoger los análisis fenomenoló– gicos sobre los estados afectivos tan múltiples en la obra scheleriana, no ha– llase respuesta a mi inquietante y prolon– gada pregunta sobre las formas funda– mentales dél amor. Pero se avecinaba la hora de responder a dicha pregunta. En mi tercera etapa me pareció hallar las formas fundamentales del amor por mí buscadas. Mi reacción ante un pasaje de Ortega en Estudios sobre el amor me puso en camino. Más antes de comentar dicho pasaje me parece de justicia anotar cómo la primorosa obra de Ortega ha al– canzado nivel internacional, como lo prueba el que cierre el elenco de autores estudiados por Robert G. Hazo, The Idea of Love (Institute for philosophical re– search, Fr. A. Praeger, Nueva York, San Agustín en su celda por Botticelli 1967). Es esta síntesis histórica sobre el tema del amor un vademecum de consul– ta, pese a no poder condividir muchas de sus afirmaciones. A Ortega le interpreta casi exclusivamente desde la conexión del amor con el conocimiento apreciati– vo. Por mi parte, como pensador cristia– no, tengo que reprochar a Ortega no ha– ber comprendido ni al santo ni al místico. Al santo se empeña en verlo de espaldas a la realidad circundante. Cita el conoci– do pasaje de San Agustín en el que afir– ma que tan sólo le interesan Dios y el alma. El pasaje se lee en los Soliloquios agustinianos. Pero Ortega silencia que éstos están escritos en el año de conver– sión, que es siempre un momento tenso y unilateral para todo convertido. Si Ortega hubiera tenido presente a Agustín, obispo de Hipona, encorvado bajo el peso de mil preocupaciones por los suyos y por la Iglesia de su tiempo -hasta de España le llegaron consultas-, hubiera formu– lado un juicio muy distinto. Hoy todo pensador cristiano tiene el convenci– miento de que el santo, mirando al cielo, es quien con más asiduo cuidado realiza su respectiva incumbencia en la tierra. Tampoco podemos aceptar que es carac– terística del místico la estrechez de con– ciencia. Ortega intenta refrendar su opi– nión con los máximos místicos hispanos, y aun de la Iglesia universal: Santa Tere– sa y San Juan de la Cruz. El tema merece estudio detenido, pues la opinión de Or– tega es compartida por muchos intelec– tuales españoles, como he podido com– P.robar en diversas semanas de estudio. Éstos opinan con Ortega sobre el misti– cismo, más por los informes lejanos del yoga indio o de los monjes budistas, que por el testimonio de los místicos cristia– nos que tienen a su vera. Basta ahora res– ponder a Ortega con la misma Santa Te– resa a quien cita como testimonio de que los místicos quedan «embebidos». En oposición a Ortega esto es lo que escribe la Santa en Séptimas Moradas, n. 8: «Os parecerá que [el alma] no andará en sí, sino tan embebida que no pueda enten– der en nada. Mucho más que antes [mío este subrayado] en todo lo que es servi– cio de Dios» --que incluye para ella el del prójimo-. Reafirma esta su doctrina Santa Teresa en el último capítulo de sus Moradas, al comentar el matrimonio en– tre Dios y el alma: «De esto sirve este matrimonio espiritual; de que nazcan siempre obras, obras... ¿Es para que se echen a dormir? No, no, no». De aquí que en la más alta vida mística juzga la Santa que se han de dar la mano las rea– les y simbólicas Marta y María; la in– quietud hacendosa de la primera con la silente contemplación de la segunda. Con Teresa de Jesús al pensador cristia– no se le hace patente que la mística au– téntica, en primer lugar la cristiana, no angosta ni achica la mente. Más bien la fortalece y potencia. Es lo que constata en múltiples ocasiones la hagiografía moderna. Nada de robar energías, según Nietzsche imputó falsamente a Cristo y a su Evangelio. Hechas estas dos observaciones a ac– titudes no fundadas de Ortega en sus Es– tudios sobre el amor, paso ahora a co– mentar el pasaje que motivara lo que fue una picante reacción. He aquí el pasaje mentado: «Sin duda, quedaría el univer– so pavorosamente mutilado si de él se eliminasen esas maravillosas potencias de espiritualidad que son la esposa, la madre, la hermana y la hija -de tal modo venerables y exquisitas, que pare– ce imposible hallar nada superior- (El Arquero, p. 20). Pero Ortega, después de ofrecer este búcaro de floridos epítetos a estas formas de la feminidad , les vuelve

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