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ticulares. Pero, en el hecho artístico mentado, el problema se agranda al tro– carse en colectivo. Son los doctos quie– nes razonan desde su alta estética. Y des– de ella concluyen que la pintura del Gre– co es un absurdo estético. Repugna al equilibrio clásico. Y como el ideal clási– co es ley estética, canon, para aquellos razonadores, según expongo en mi estu– dio, «Personalidad intelectual del P. Si– güenza según Menéndez y Pelayo» (La Ciudad de Dios, 197 [1984) 619), dedu– jeron doctamente que las asimétricas fi– guras del Greco eran enormidades sin mesura. Sencillamente inaceptables. Pero el pueblo, que no entendía cosa de humanismo clasicista, penetra «intui– tivamente» en aquellas atormentadas y llameantes figuras del Greco y en ellas veía reflejada su propia alma, siempre tensa a lo infinito de la eternidad. En una confesión más sobre la inquie– ta vida de mi mente tengo que decir que este doble plano intuitivo y conceptual se impuso a mi conciencia reflexiva des– de que oí en la Gregoriana el excelente cursillo de mi profesor A. Naber, Philo– sophia vitae et existentiae (año 1942). Entonces creí ver en el ya citado opúscu– lo de Bergson, Introd. a la métaphisique, el nuevo Discurso del método para el si– glo XX, como lo volví a afirmar 41 años después en mi última lección pública, como profesor titular de la Pontificia de Salamanca. Pero no fue así. Durante largos años me envolvió la filosofía del «concepto», hasta sentirme atenazado. Y esto pese a reconocer mi inmensa deuda con esta filosofía del concepto, cuya mejor escuela fue la escolástica medieval, escuela luminosa de claridad y precisión. Juzgo muy fundado este deseo de X. Zubiri: «La riqueza y pre– cisión infinitesimal del vocabulario Ventosa de la Cuesta 22/ANTHROPOS 122/123 ANÁLISIS E INVESTIGACIÓN AUTOPERCEPCIÓN INTELECTUAL escolástico constituye uno de los te– soros que es más urgente poner en rápi– da circulación» (Naturaleza-Historia– Dios, Madrid, 1944, p. 127). No se pue– de ponderar mejor a la escolástica ni desearle algo más provechoso, según pide mi alta estima de la misma. Y sin embargo, mi mente, nutrida de conceptos, ha añorado siempre, desde mis años universitarios, asomarse a la otra vertiente, la de la intuición. Y hasta vivir en ella. Por fortuna esta mi añoran– za hallaba pábulo en la lectura de los místicos cristianos. Y más aun, en los li– bros sapienciales y proféticos de la Bi– blia. Una y otra lectura me ponían en ca– mino de la intuición. En este mi hacer camino hacia la intuición no debo silenciar el influjo de M. de Unamuno, pensador intuitivo, si ha habido alguno. A decir verdad, me han hecho sonreír los intemperantes ata– ques del mismo a la escolástica, cuando dice que es: «aquella hórrida combinato– ria de conceptos abstractos, rígidos, cin– chados en sus definiciones» (Ensayos, 1, Madrid, Aguilar, 1945, 549). Mi mente, con todo, se ha deslizado sobre tal pala– brería para preguntarme si no dejaba en– trever un hondo problema. Contra tan in– temperante lenguaje valoraba altamente los conceptos escolásticos. Pero de día en día me satisfacían menos. Buscaba algo ulterior: un acercamiento, una pe– netración, si ella fuera posible, a lo vivo y concreto. En esta búsqueda tan íntima la escolástica se me hacía cada vez más pobre y enclaustrada. Tuve pena de la interminable polémica, con ríos de tinta en pro o en contra, sobre si nos es dable tener un conocimiento directo del singu– lar. Pues ni los que lo negaban -ló– gicos en ello- ni tampoco quienes lo defendían, señalaban vías de acceso para llegar a este conocimiento directo, para mí intuitivamente evidente. Esta mi tensión íntima se resolvió en un pla– centero solaz con la lectura de la obra de P. Laín Entralgo, Teoría y realidad del otro (Madrid, Revista de Occidente, 1961, 2 vols.). Me ofrecía esta obra di– versos modos de penetración en el otro, de desvelar la otredad en lo que ésta tie– ne de más privativo. Con ella entraba en un pleamar mi conciencia. Este pleamar mental lo habían prepa– rado mis asiduas lecturas de autores inte– rioristas: San Agustín, San Buenaventu– ra y la escuela franciscana, los grandes místicos españoles, Pascal, Card. New– mann, etc. Pero estas mismas lecturas me incitaban a buscar las vías de acceso por las que es posible penetrar en otras conciencias. Por fortuna, estas vías me las ha faciijtado la corriente filosófica actual, dialógica y personalista: F. Eb– ner, R. Guardini, M. Buber, G. Marcel, M. Nédoncelle, etc. Y en España, la es– cuela de Madrid y Barcelona. Respiran– do ya a pleno pulmón este clima mental, he escrito para mi libro, en primera re– dacción: Vivencias primarias del alma de San Francisco: «En uno de los inten– tos más iluminados de la corriente perso– nalista se han buscado vías de acceso para intimar con otra persona. Tan nove– doso es este intento que todavía no tene– mos acuñado en español un vocablo que vierta lo que el lenguaje filosófico ale– mán entiende con el término "Einfüh– lung". Se dan traducciones diversas: "introyección simpática", "proyección afectiva", "empatía", "impatía". Tiende a prevalecer este último neologismo. P. Laín Entralgo autorizadamente lo justifica por el dinamismo interiorista que la partícula in da a este neologismo». Cuán lejos me hallaba yo aquí de los fríos y abstractos conceptos de la esco– lástica. No los injuriemos como M. de Unamuno. Han tenido una misión filosó– fica que cumplir. Y deben seguir cum– pliéndola. Pero ha llegado la hora de que todo pensador cristiano, por muy tomista o ligado a otra escuela que se sienta, cul– tive con exquisita finura mental el cono– cimiento directo del «otro» por la vía de la intuición. Concluyamos pues: intui– ción y concepto no se oponen; se com– pletan. Ante este contraste y complementa– riedad de la intuición y del concepto se hace tangible la discrepancia que anota– mos entre los doctos y el pueblo en la va– loración religiosa de las pinturas del Greco. Los doctos razonaban, motiva– ban, argüían... Y de todo ello dedujeron que tales pinturas no podían ser sabia– mente aceptadas. El pueblo, por el con– trario, intuyó de inmediato el hondo sen– tido religioso de las mismas. Y se postró

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