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ANÁLISIS E INVESTIGACIÓN madurez en esta sentencia que de joven leí en Los nombres de Cristo de Fray Luis de León: «La poesía [...] la inspiró Dios en los ánimos de los hombres para que con el movimiento y espíritu de ella, levantarlos al cielo, de donde ella proce– de; porque poesía no es sino una comu– nicación del aliento celestial y divino; y así, en los profetas cuasi todos...» (co– mentario al nombre: Monte). De seguro que el gran clásico de la lengua, al redac– tar estas líneas, tenía muy presente el diálogo Ion de Platón su maestro. Pese a su brevedad ha sido siempre un diálogo muy citado. Se debe ello a que es de ri– gor, al valorar un poema y el mérito de su obra, ponderar la inspiración de don– de surge. Es esta fuerza incitante, que ac– túa sobre el poeta, la que éste muestra en toda su potente eficacia. Con esto muy de notar: que al cuestionar el origen de la misma, Platón precisa que no se halle tanto en las fuerzas íntimas del poeta, cuanto en una acción divina que lo en– vuelve y lo impregna. Platón llama a los verdaderos poetas endiosados éntheoi óntes, poseídos por una inspiración ce– leste. En virtud de esta posesión divina los poetas trasmiten en sus cantos lo que de Dios reciben. Hasta decir de ellos que son intérpretes de los dioses. En expre– sión literal, «la hermeútica» de los mis– mos (Ion, 533 E 7; 534 E 4; 535 A 9). No podemos ignorar aquí lo que ya escribimos en nuestra obra, Presupues– tos filosóficos de la teología de la His– toria (Zamora, Monte Cansino, 1975, pp. 113 ss.), sobre la genial intuición de M. Heidegger cuando éste afirma que toda palabra -das Wort- es ya siempre una respuesta -die Antwort-. Pero su– cede que Heidegger malbarata su genial intuición, empeñado en hacernos creer que el ser de que tanto escribe, diferente de los entes, pero inmanente a nuestro cosmos, puede hablar e interrogar al hombre. Volvemos a repetir lo que ya es– cribimos en nuestra obra citada Unamu– no y Dios: «Heidegger juzga que la sal– vación de la humanidad sólo puede venir de la vinculación del hombre con el ser. Tres vocablos expresivos utiliza en su Carta sobre el humanismo para señalar la actitud que debe tomar el hombre ante el ser: Wachter - vigía-; Hirt-pastor-; Wanderer -peregrino-. El hombre, se– gún esto, sólo se hallará en camino de salvación si se exige a sí mismo vivir como vigía, como pastor y como peregri– no del ser» (p. 312). Estos estados vigi– lantes suenan deliciosamente al oído de todo pensador cristiano. Le recuerdan el libro del Apocalipsis (III, 20), cuando es– cribe así, traducido al insinuante latín de la Vulgata: «Ecce sto ad ostium et pulso, si quis audierit vocem meam.. .». Que tra– dujo Lope de Vega en soneto inolvida- 20/ANTHROPOS 122/123 AUTOPERCEPC IÓNINTELECTUAL ble, del que extractamos su momento esencial: «... a mi puerta cubierta de ro– cío pasas las noches del invierno oscu– ras... Alma, asómate agora a la ventana, verás con cuánto amor llamar porfía...». En estos textos pudiera haberse fundado M. Heidegger al afirmar que la palabra del hombre, si es plenamente auténtica, comienza por ser una respuesta. ¿Por qué entonces se ha achacado a Heideg– ger de acumular palabrería en su intento de reflejar el diálogo del hombre con el ser-del Dasein con el Sein-? A mi ver, Heidegger tuvo una honda exigencia que, desde su radical laicismo, le impelía a «secularizar» la teología mís– tica que había aprendido en sus años de formación. El fracaso de esta «seculari– zación» lo hace patente la hueca palabre– ría de que hace uso. No es cosa de dete– nerme aquí para probar este aserto. Pero sí place sobremanera recoger con esme- Talla de San Juan Bautista de la parroquia de Ventosa de la Cuesta rado desvelo la cosecha que nos brinda su semilla dual: das Wort - die Antwort. De esta cosecha han sido afortunados sega– dores los profetas y los poetas. Volve– mos, por lo mismo, a la tesis de Platón, que ahora me place ampliar. Pues en esta primera respuesta a la palabra de Dios te– nemos que ver, además de lo escrito por los profetas, voceros de Dios, y de los poetas, inspirados por musas celestes, todo ese río caudaloso de las tradiciones sapienciales de las más altas culturas. Agranda su caudal este río de sabiduría con el «buen sentido» de los refraneros populares, que no son sólo experiencias ancestrales acumuladas, sino intuiciones geniales venidas de lo alto y trasmitidas a los siglos. Un remanso de esta sabiduría popular podemos leer en este verso que bastaría para inmortalizar a un poeta: «La Verdad va por un puente de madres enea- necidas» (Pemán, O.C., I, p. 807). Con qué aguda intención el poeta escribe aquí Verdad con mayúscula. Y no es que pen– sara en una nueva Encarnación del Ver– bo, sino porque la Verdad materna es también una Verdad inspirada. Viene de arriba. Merece, por lo mismo, la mayús– cula. Es ella también una respuesta que la madre da a su dialogante interior. Es posible que este razonar haga son– reír a más de un filósofo de profesión. Me siento colega del mismo, aunque sólo fuera por mis largos años de medita– ciones filosóficas. Pues bien; respondo a este su ineludible sonreír con un razona– miento que fundo en dos máximos doc– tores del pensamiento cristiano: San Agustín y Santo Tomás. El primero escribió un delicioso diálo– go, De Magistro. Habla en él con su hijo, con el hijo de su pecado, a quien puso el nombre de Adeodato. Al fin, todo de Dios contra maliciosas ironías. En dicho diálogo parece que se está leyendo una anticipada introducción a la filosofía del lenguaje, a estilo de la de mi colega V. Muñiz. Pero ya hacia el final del mis– mo San Agustín da un salto para pregun– tarse por el origen primero del lenguaje. Tal salto le está prohibido a la lingüística de hoy que se atiene al análisis de la len– gua como dato histórico-social. San Agustín, que inicia su razonamiento en este primer plano, no se atiene exclusi– vamente a él, sino que sobrepone otro que le parece mucho más importante. Al cotejar ambos planos escribe: «Com– prendemos la multitud de cosas que pe– netran en nuestra inteligencia, no con– sultando la voz exterior que nos habla, sino consultando interiormente la verdad que reina en el espíritu» (XI, 38). De dos voces, de dos lenguajes nos habla San Agustín en este pasaje. En el último ca– pítulo de la obrita remacha el gran doctor el bello clavo de esta pulcra filosofía al decirnos que los alumnos piensan haber sido instruidos por la palabra del profe– sor. Les recrimina no advertir que se da una luz interior que les ilumina intensa– mente en su conocer y que proviene del que es maestro de todos y que habita dentro de nosotros. San Agustín piensa en aquel maestro de quien San Juan dijo en el prólogo de su Evangelio: «[El Ver– bo] era la luz verdadera que ilumina a todo hombre que viene a este mundo». Siempre he recordado con emoción que la pequeña obra de San Agustín ha sido fuente de toda una literatura religio– sa. Me place recordar sobremanera que el máximo agustiniano medieval, San Buenaventura, pronunció su discurso, Christus, unus omnium magíster, como eco y comentario al agustiniano De Ma– gistro. Tenemos, con todo, que constatar que ya el primer filósofo cristiano San

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